Un mal de familia

Jorge Ávalos




Un nuevo libro de cada uno de los tres poetas presentes esta noche merecería, por sí solo, una ocasión como ésta. Pero una publicación colectiva de los tres exige una atención especial porque Este mal de familia es más que una antología de tres de nuestros mejores poetas. Esta es, ante todo, la constatación de una pasión incurable y la celebración de sus deslumbrantes efectos secundarios.

En 1971, nuestra insigne poeta salvadoreña Claudia Lars escribió la introducción a uno de los primeros libros de Rafael Mendoza, Testimonio de voces. Y fue ella, antes que nadie, quien notó que este poeta, muy joven entonces, sufría de un mal de familia.

“Sobrino nieto de la notable educadora salvadoreña Antonia Mendoza”, escribió Claudia, “su niñez recibió el beneficio de singulares enseñanzas y desde muy pequeño estuvo rodeado de excelentes libros infantiles. Por el lado de su madre, Teresa Mayora, desciende de uno de los pioneros del cuento en El Salvador: Manuel Mayora Castillo. A los 15 años de edad, Mendoza vivió en casa de la mentora francesa doña Cecilia Chéry, y allí descubrió la riqueza de la literatura universal”.

Esa es nuestra Claudia, hablándonos con un candor y una familiaridad a la que ya no estamos acostumbrados. Pues bien, ese poeta que descubrió en su adolescencia “la riqueza de la literatura universal”, ya pertenece a la riqueza de la literatura salvadoreña. Pero yo creo que hay que corregir un equívoco, un desliz de la crítica literaria que insiste en clasificar a los poetas antes de comprender cómo esos mismos poetas han cambiado las categorías de la historia literaria. Mendoza, llamado “el viejo" para que no se le confunda con un poeta menor también llamado Rafael Mendoza —un poeta menor en edad que él, quiero decir—, es más que un poeta que llega a la cola de la llamada “generación comprometida”. Estoy convencido de esto.

La idea de una “poesía comprometida” en El Salvador, especialmente asociada a la generación inmediatamente anterior a la de Rafael Mendoza, se ha convertido en un tópico en nuestra historia literaria, en un lugar común que, sin embargo, ofrece muy pocas luces como concepto clarificador de la poesía que se escribió entre principios de 1930 y finales de 1970. En esa corriente se incluyen desde poetas fundacionales de nuestra literatura, como Pedro Geoffroy Rivas y Oswaldo Escobar Velado, y se remonta hasta la producción, primero, de Roque Dalton y de los miembros del Círculo Literario Universitario, como José Roberto Cea o Roberto Armijo o, inclusive, Alfonso Quijada Urías, y en la que a veces también se incluyen a las voces de los poetas de “Piedra y Siglo”, el grupo de Mendoza. Pero en ese largo período de tres o cuatro décadas ese concepto tan abarcador se transformó y se degradó. En efecto, pasó de representar una poesía de protesta y de compromiso con la historia a ser la etiqueta fácil de una poesía cuyo mérito ya no radicaba en el poder de la palabra sino en la militancia política del poeta, independientemente de la calidad de la obra.

Me alegra decir que Rafael Mendoza nunca ha comprometido la calidad de su obra porque la suya no es una poesía de protesta ni una poesía subordinada a una praxis política. Muy tempranamente, el crítico Luis Gallegos Valdés remarcó que su poesía era una poesía «de conciencia». Yo diría que es una obra que ejerce una continua y renovable toma de conciencia que se juega entre la tradición y la tensión de la realidad, y entre la memoria y la búsqueda de la verdad. Al leerlo esta última vez recordé los primeros versos de un poema del nicaragüense Carlos Martínez Rivas, “A quienes no perdieron nada porque nunca tuvieron”, y que cito a continuación:

Escribir sobre el Hambre,
no poesía de protesta sino de experiencia,
es difícil si no se pasa hambre.

Por tanto, quiero señalar lo que a mi manera de ver es el mayor valor de estos nuevos poemas de Mendoza, el viejo: la huella de su experiencia signada por un hambre sin compromisos por la vida. Esta es la herencia que se manifiesta, incólume, diáfana, en la poesía de sus dos hijos, también poetas. Es posible que Rafael, el joven, conserve además su respeto por la tradición y la pulcritud verbal, y que Mezti, la bella, se incline por una expresión más desnuda. En ambos casos el nítido registro de sus estremecimientos emocionales, y el de sus sobresaltos vitales y de sus angustias y alegrías cotidianas se cristalizan sin protesta, aunque con la plenitud de la experiencia.

No me corresponde a mí, en este momento, dar un diagnóstico del mal que aqueja a cada uno de estos poetas. Como lectores profesionales de la poesía y de la vida, ya podrán ustedes llegar a una conclusión propia a partir de los “cuadros clínicos” que se incluyen en el libro pero, sobre todo, a partir de las amplias muestras de poesía de cada uno, las cuales evidencian la gravedad del mal. Los síntomas varían, pero una febril honestidad es común a los tres. Un poema de Mezti basta para demostrarlo:

Estoy cavando porque hay
un fondo bajo la tierra.

Un fondo lleno de eso que me llena,
de eso que me toca y no puedo ver
con mis ojos humanos,
de eso que presiento tras los colores del cielo
a lo largo del día.

No puedo explicar porqué, pero estos versos me sorprendieron y me ubicaron en una emoción que no había reconocido antes en mí. Y así, cuando Mezti dice:

Cavo también con la boca,
cavo con el rostro
cavo con el cuerpo…

No sé cómo pero me lleva allí, a ese camino donde buscamos nuestro lugar sobre la tierra y, en cambio, encontramos nuestro vacío. Yo agradezco esa honestidad profunda, que descubro también en la poesía de Rafael, el joven:

Fugaz, lejana, casi en mi paciencia,
duelo a deshora, tu eco me reclama,
buscándome quien sabe en qué inocencia,

en qué paloma triste y en qué rama.
Estoy desnudo, grávido en mi esencia,
y tu cuerpo es el centro de la llama.

Y con estos versos, que nos recuerdan que escribir o leer o escuchar poesía es situarse en el otro, ver el mundo con los ojos de otro, sentir los sabores y oír la música que otro descubre en el mundo, me aparto y los dejo, contagiados de pasión y de bondad, de verdad y de emoción, con una familia unida por la poesía —una palabra que significa, se los aseguro, mucho más que amor.

Muchas gracias.




Este texto fue leído en la Sala Nacional de Exposiciones “Salarrué” para la presentación del libro Este mal de familia, de Rafael Mendoza, Mezti Súchit Mendoza y Rafael Mendoza López, el sábado 15 de noviembre de 2008.