Miel de tigre

Jorge Ávalos


Amaba los pájaros. Y era tan pequeño que hasta el día de su muerte a los 81 años, el viernes 7 de febrero de 2003, sus amigos creyeron que era un gatito. Debo decir la verdad. Era un jaguar: el gran felino de Guatemala, su más famoso «tigre». Antes que nadie lo afirmó Luis Cardoza y Aragón, su compatriota, que sabía lo que decía cuando sugirió que si los zarpazos de Augusto Monterroso eran dulces no por ello dejaban de ser zarpazos.

Ahora que ha muerto, sus colegas escritores recuerdan con cariño el humor de Monterroso. Y recuerdan también, con agradecimiento, la brevedad de su obra. Un escritor salvadoreño, por ejemplo, ha exaltado su «poder de síntesis». Pero los que amamos los libros de Monterroso sabemos que uno de los encantos de su prosa es la ausencia de síntesis. Su estilo es coloquial, indeciso a veces, travieso casi siempre. La brevedad de su obra es leyenda sólo para quienes no lo han leído. Para quienes lo han leído, sus lacónicos libros constituyen una fábula cuya moral Monterroso explicó sin dejar lugar a equívocos: «No quiero llenar el mundo de más basura literaria».

Monterroso fue breve porque nunca quiso repetirse. Como él mismo lo señaló, cada uno de sus libros es un ejercicio literario en un género distinto. De su brevedad Monterroso acusa también a su timidez, aunque ese es otro cuento, porque su timidez no es la razón de la brevedad de su obra sino de la brevedad en su obra. Su timidez lo hacía buscar temas pequeños. El tema de las moscas, por ejemplo. O el tema de los escritores de provincia. Honestamente, ¿cuánto se puede escribir sobre una mosca o sobre un poeta de provincia sin colmar la paciencia de los lectores?

Después de Monterroso, todo buen escritor lleva en su rostro sangre y miel, la marca de su dulce garra. Esa es la fábula que quería contar.


“Miel de tigre”, La Prensa Gráfica, 15 de febrero de 2003.