Amor propio

Jorge Ávalos


Cumplir los cuarenta años es alcanzar una edad media personal. Me lo anuncié a mí mismo cuando era un adolescente, sin proponérmelo. El profesor de historia que tuve en noveno grado lo sabe. Cada vez que en un reporte escolar escribí «medioveo» en lugar de «medioevo», anticipé la condición de caer en un estado donde paulatinamente comenzamos a perder de vista el progreso o, más bien, a perder de vista toda mentira que se nos dice acerca de la posibilidad de un progreso humano, que no es lo mismo. A nuestro alrededor, escuchamos el ruido ensordecedor de la música que no nos gusta, vemos en los periódicos los mismos titulares sobre violencia y corrupción que hemos leído un centenar de veces antes, reconocemos al fin no sólo la hipocresía de los políticos sino esta triste verdad: ellos rigen nuestras vidas cotidianas en un nivel apenas presentido. Y sin embargo todo lo novedoso, sospechosamente reincidente, continúa provocando estragos en nuestras billeteras con regular despejo.

Para dar un ejemplo de nuestra medieval aprehensión, nada cómo volver a los libros que cambiaron nuestras vidas durante nuestra adolescencia. Una muerte me ha recordado de esa etapa de mi vida y de uno de esos libros. Guillermo Cabrera Infante, que en algún momento firmó con el seudónimo de «Caín», murió esta semana a los 76 años en Londres, donde residía desde su exilio de Cuba, iniciado a mediados de la década de los sesenta. De la década de los sesenta del siglo veinte, por supuesto, niños infames. Como decía, tener cuarenta años es reconocer que soy lo suficientemente joven para maravillarme de que los adolescentes de ahora no hayan leído nunca Tres tristes tigres (1968), y soy lo suficientemente viejo para recordar el período en el cual surgió ese libro: el «Boom» de la narrativa latinoamericana. No, jovenzuelos, nadie voló en pedazos pero sí fue como una bomba la irrupción de tanto talento. Y ahora, ¡fuera! ¡O les pegaré con mi bastón si no me dejan escribir en paz!

Ser adolescente es desear. Desear intensamente cada minuto del día. El corazón y la respiración llevan la cuenta: la vida es un ritmo. A los doce o trece años, en casa de un amigo, vi una vez una revista con fotografías de mujeres desnudas y, al hojearla, creí que mi corazón explotaría. Una sola imagen bastaba para enriquecer un año de sueños húmedos. Mi época de gloria comenzaba. Esa época inocente, que el Internet y el acceso a las más grotescas variedades de pornografía parecen haber destruido, fue también una época cuando los libros valían oro. Y algunos autores, y algunos libros en particular, poseían, lo sabíamos, más quilates que otros por el poder para evocar un mundo rebelde y sensual a un mismo tiempo. Cabrera Infante era uno de ellos. No puedo explicar el gozo de leer por primera vez una novela tan lúdica como Tres tristes tigres. Tantos escritores hacen esfuerzos por inventar técnicas novedosas. A Cabrera Infante no le importaba inventar nada: le importaba contar historias, y las técnicas experimentales eran para él como los efectos especiales contratados para una superproducción verbal.

En una sola ocasión vi a Cabrera Infante. Fue en una universidad y, aunque no lo crean, la persona que lo presentó y lo entrevistó para el público estudiantil con suma inteligencia y humildad fue nadie más y nadie menos que Mario Vargas Llosa. En esa ocasión, Cabrera Infante habló con pasión sobre la influencia del cine sobre su obra, y un consternado Vargas Llosa trataba de argumentar con un cauteloso inglés que su narrativa no era muy «cinemática», es decir, no era muy visual. Sin embargo Cabrera Infante insistía en proclamar su amor por el cine y el influjo vital que había tenido para su carrera como escritor. He releído algunas de sus páginas y me doy cuenta de que Vargas Llosa tenía razón: Cabrera infante no es un escritor visual sino auditivo y, extrañamente, con un sentido muy agudo de los espacios. No es la imagen del mundo, sino su circundante sensualidad lo que nutre su escritura. Léase Tres tristes tigres para escuchar la ciudad de La Habana como un concierto de voces y sonidos. Y léanse las primeras páginas de Habana para un infante difunto (1979) para comprender cómo esa sensualidad es verdaderamente envolvente. Ahora comprendo. Cabrera Infante amaba el cine desde su simbólica butaca: desde el oscuro anonimato del espectador, el cine es una experiencia sensual. Son los sonidos, las voces en inglés y la efusiva música de cuerdas del cine de las décadas de los 30s y 40s y 50s, los que abrazan al espectador para llevarlo hacia la imagen y no al revés.

Es verdad que Cabrera Infante a veces se portaba como un imbécil. En una entrevista con el Paris Review describió las etapas de los escritores latinoamericanos del Boom por el pelo de sus caras. «Aren’t you being a little bitchy?» (No estás siendo un poco hijueputa?), le preguntó la entrevistadora, hastiada de su actitud. Y en Vidas para leerlas (1998), se recrea con demasiados «bochinches» malévolos sobre otros escritores. Contó, por ejemplo, como durante su época de agregado cultural de la revolución cubana en Francia, Alejo Carpentier se bajaba de su limosina una cuadra antes de llegar a su oficina, descendía al metro y salía en la otra esquina para pretender que se manejaba entre el pueblo sin malgastar los recursos de la revolución. Cuando leí eso, cerré el libro y lo tiré a un bote de basura. Aun si fuese cierto, no me importaba saberlo. Nadie ni nada pueden defender a un escritor que se porta como un imbécil sino el olvido. Lo que se espera de los escritores que uno ama es que el olvido sea selectivo: que se pierda todo menos su obra. La mayor gloria de un escritor sería perder el nombre para que su obra pase a ser obra del único autor sin recelos con su tiempo: Anónimo.

Quiero confesar que una de las tantas razones por la cuál me es imposible olvidar mis lecturas de Cabrera Infante es porque sus libros fueron una de las mayores fuentes de sensualidad de mi adolescencia. Esos libros eran manuales de resistencia, prontuarios para la imaginación, incluso guías para el «amor propio». No me refiero a la autoestima; me refiero a la masturbación, porque así la llamó Cabrera Infante en La Habana para un infante difunto: amor propio. Y tenía razón. Cuando uno se masturba, al menos está teniendo sexo con alguien a quien ama. Y cuando es un joven el que lo hace, está aprendiendo a amarse a sí mismo. Gracias a Gabriel García Márquez, a Vargas Llosa y a Cabrera Infante, antes de cumplir los dieciséis años mi amor propio era muy, muy grande.

Jóvenes: no se masturben. ¿Qué estoy diciendo? Más bien: mastúrbense, y manchen los libros de sus padres, los de lecturas más sensuales, dejen atrás una huella duradera de su propia sensualidad. Cuando tengan mi edad apreciarán ese detalle. Pero no puedo dejar de advertirles lo que me advirtieron a mí. Como bien lo saben, la masturbación causa ceguera. Con el tiempo verán los indudables efectos. El pelo se blanquea y se cae; los dientes se llenan de cavidades; los huesos se hacen endebles; los músculos, fofos. A los cuarenta años alcanzarán la edad media y se sentirán grotescos, fuera de lugar, viejos. Pero si gracias a unos cuantos libros han aprendido a amar la vida más intensamente, entonces podrán decir: «Fue una larga y dura lucha pero valió la pena; ahora puedo vivir la otra mitad de mi vida como el huraño cascarrabias que merezco ser». Así que apártense, niños indecentes y déjenme leer en paz.

Viernes, 25 de febrero de 2005


Guillermo Cabrera Infante nació el 22 de abril de 1929 en Gibara, Cuba. Murió en Londres el 21 de febrero de 2005. Este artículo fue originalmente publicado en El Faro bajo el imprudente título de "No se masturben" en la edición de la semana del 28 de febrero de 2005.