El crimen de los censores

Jorge Ávalos


Hay una manera muy fácil para destruir una democracia: coartando las libertades individuales. La piedra angular de las libertades individuales es la libertad de expresión. Para comprender esto, tenemos que recordar que lo que llamamos «libre albedrío» es un fin en sí mismo, es un triunfo del desarrollo de cada ser humano. Los niños no lo tienen al nacer. Es algo que aprendemos, es una toma gradual de conciencia. La voluntad de actuar y expresarnos libremente es lo que nos hace personas, seres individuales. El libre albedrío y la libertad de expresión son los instrumentos más útiles que tenemos para construir nuestra propia identidad y para realizarnos como individuos en la sociedad a la que pertenecemos. Pero hay una dependencia del Ministerio de Gobernación que quiere actuar por nosotros, coartando nuestras libertades individuales.

La Dirección de Espectáculos Públicos ha impuesto restricciones de distribución y publicidad a la cinta El crimen del padre Amaro. Esta producción mexicana, actualmente nominada al premio Oscar como mejor película extranjera, está basada en la novela homónima de Eça de Queiroz (1845-1900), el más importante y reconocido novelista portugués antes que José Saramago sorprendiera a los lectores del planeta con sus hermosas parábolas. Incluso nuestro querido Salarrué admitió su deuda con Eça de Queiroz; la lectura de El crimen del padre Amaro, aquí, en El Salvador, lo inspiró a escribir su primera novela, El Cristo Negro, cuya primera edición data de 1926. Pero esto es algo que los censores de la Dirección de Espectáculos Públicos no podrían saber, porque una sólida formación humanística suele ser incompatible con la falta de tolerancia.

Tanto los lectores del gran narrador salvadoreño, como los del gran novelista portugués o los de cualquier otro escritor, saben que la literatura puede explorar cualquier aspecto de la experiencia humana. Nada que contribuya a la autenticidad de la obra o a la formulación de su lógica interna está prohibido al escritor de ficciones; la imaginación se rige por leyes de creación que hacen del producto final un hecho artístico ineludible: reconocemos su validez en la medida en que reconocemos su verdad.

¿Cuál es la verdad explorada por El crimen del padre Amaro que la hace tan peligrosa a los ojos de las instituciones de poder? Una clave de su historia ha sido ampliamente referida por los medios de comunicación: un sacerdote entabla relaciones sexuales con una joven feligresa. Además, pequeños incidentes ocurren en la película que han sido considerados blasfemos por autoridades de la Iglesia Católica. En una famosa escena, una vieja beata, cuyo fanatismo religioso raya con la superstición y la brujería, da una hostia a su gato negro. En otra, la joven amante del padre Amaro, interpretada por Ana Claudia Talancón se cubre con el manto estrellado de la efigie de la Virgen de Guadalupe; sobrecogido de emoción, el padre Amaro, interpretado por Gael García Bernal, le dice: «Te ves más bella que la Virgen».

Ésta última escena se da con tanto candor que reconocemos de inmediato el aura de íntima autenticidad que sólo el cine puede evocar. Es un momento efectivo porque posee un curioso grado de verdad literal que nos demuestra la ironía inevitable del medio cinematográfico ante el hecho religioso: sin duda alguna, la actriz mexicana es más bella que cualquier representación de la «santa patrona de las Américas». Decir esto no implica una blasfemia; no creo que haya un solo espectador que pueda ser confundido por lo que ocurre; y es que entre la imagen de una actriz elegida para el papel por su belleza innata y la imagen de una mujer adorada por millones de fieles católicos por su santidad hay una distancia infranqueable. Nadie en su sano juicio confundiría al icono religioso, con su poderosa carga de simbolismo, con la imagen sensual de Talancón creada por el director Carlos Carrera, que no hace más que jugar con nuestros paradójicos referentes culturales sobre lo que constituye la belleza femenina. Pero son estas pequeñas escenas las que la máxima autoridad de la iglesia en El Salvador, el Arzobispo Saenz Lacalle, ha denunciado como razón suficiente para censurar esta película. Más allá de la sorpresa de que una autoridad religiosa condene los actos de personajes de ficción como si estos fueran reales, está el inexplicable silencio de la misma autoridad ante el verdadero «crimen» denunciado por la película.

El crimen en cuestión no es ni una herejía ni una blasfemia, sino el asesinato de una víctima inocente. ¿Por qué nadie ha mencionado esto? La soberbia del padre Amaro y su tenacidad en proteger su reputación ocultando sus pecadillos sexuales lo inducen a cometer una serie de imprudencias que causan, finalmente, la muerte de su amante. Y dado que es el abuso del poder en el seno de la Iglesia misma la que ocasiona esa muerte, los miembros del clero que le rodean carecen de la autoridad moral para corregir y castigar lo que ha ocurrido. Esta es una crítica implacable contra afirmaciones recientes de la Iglesia Católica en torno a la superioridad moral de sus sanciones internas sobre las de la ley. Sólo ellos, afirman sus autoridades, pueden corregir los crecientes abusos de poder suscitados por sacerdotes pederastas y por los obispos que se han esforzado por ocultar esos crímenes con el fin de proteger la reputación de la iglesia. El crimen del padre Amaro parece decir que si una grave transgresión, cometida en el seno de una estructura de poder, es sistémica a esa estructura, entonces es el sistema de poder el que necesita ser examinado y puesto en tela de juicio. ¿Por qué? Porque «la sangre de la víctima clama desde la tierra», porque la justicia así lo demanda y porque la ley así lo exige.

Todos los dramas, tragedias y comedias que se representan en los teatros o en los cines contienen y revelan transgresiones humanas. Los pecados de mayor y menor grado son también la materia de las grandes historias bíblicas. Una historia sobre «el pecado» no asusta a ningún lector inteligente, mucho menos a los lectores católicos, a los lectores cristianos, a los lectores de la Biblia. Por ello, el hecho de que la Dirección de Espectáculos Públicos esté tratando de censurar la versión cinematográfica de una obra intelectual que ha circulado libremente por el mundo durante los últimos 125 años, sólo expone los niveles de profunda ignorancia con que el actual gobierno se manifiesta en reacción a la producción artística. Qué puede ser más ridículo y necio que cuando los miembros de una institución gubernamental deciden censurar a un clásico de la literatura sólo porque hasta ahora pudieron ver la versión cinematográfica. ¿Qué harán cuando se enteren de que Plaza y Janés Editores ha lanzado al mercado una exitosa edición masiva de la novela original, la cual es mucho más fuerte, sensual y profunda que la adaptación de Vicente Leñero? Tenemos suerte de que no existan versiones cinematográficas de La Celestina ni de Edipo Rey, o tendríamos al gobierno arrancando esos libros de las manos de los estudiantes.

Pero los censores no sólo inducen nuestro sarcasmo, también merecen nuestro repudio. En declaraciones hechas a La Prensa Gráfica, han afirmado que suspenderán la exhibición de la película si esta genera «alguna clase de polémica». Olvidan que la democracia se ejercita y se consuma en la polémica, en el debate, en el libre intercambio de ideas. El crimen del padre Amaro no presenta, en su contenido, historias de abusos e hipocresías del clero que los medios de comunicación no hayan ya reportado extensivamente en los últimos años. Lamento decir que en este caso la ficción es sólo un pálido reflejo de la realidad.

Las severas restricciones impuestas a esta película constituyen, por lo tanto, un abuso del poder regulador de la Dirección de Espectáculos Públicos; la Constitución de 1983 no les da el poder, como quieren hacernos creer, de actuar como reguladores ideológicos de lo que debemos o no debemos ver, sobre todo en materia de religión. Si la película sólo es accesible a un público adulto, a cualquier hora que se vea, ¿cuál es el propósito de prohibir su publicidad en los medios de prensa y de limitar sus funciones a un horario nocturno? Esta es, sin duda, una estrategia de censura selectiva que busca mitigar el impacto artístico y social de la película, negando las oportunidades comerciales de difusión masiva que las salas de cine hacen posible. ¿Por qué ésta película y no otras? ¿Por qué la Dirección de Espectáculos Públicos permite que adolescentes tengan acceso a películas ultraviolentas importadas de Hollywood mientras censura esta película? No se debe sólo a que el foco de su crítica es la iglesia católica sino porque su escenario mexicano es muy parecido al salvadoreño y esto le da a su mensaje una inmediatez y relevancia excepcionales.

Al contrario de las fantasías de Hollywood, El crimen del padre Amaro incita a la reflexión no sólo por su tema sino porque la película en sí existe, porque es un producto hasta ahora inaudito de nuestra cultura latinoamericana, que al fin se atreve a cuestionar las innegables hipocresías del poder eclesiástico. Es la audacia de sus creadores, esa voluntad para denunciar y provocar, la que está siendo castigada. Que los norteamericanos y los europeos protesten y debatan si quieren, en El Salvador el estado no espera nada más ni nada menos que la pasiva conformidad de sus ciudadanos. Esto explica por qué la Dirección de Espectáculos Públicos ha declarado, con un descaro y una soberbia que no nos permiten olvidar la ilegalidad de su acción, que su objetivo no es censurar la película sino prevenir cualquier polémica que ésta pueda suscitar. Por lo tanto, lo que se pretende prohíbir es la existencia de un público pensante.

El artículo 6 de la Constitución de El Salvador, que trata sobre la libertad de expresión, establece que “Los espectáculos públicos podrán ser sometidos a censura conforme a la ley”. Pero esa “ley” que la Dirección de Espectáculos Públicos usa como marco normativo para ejercer censura previa es el Reglamento para Teatros, Cines, Radioteatros, Circos y Demás Espectáculos Públicos (Decreto Ejecutivo No. 45, del 20 de agosto de 1948, publicado en el Diario Oficial el 28 de agosto de 1948). Este anticuado reglamento, emitido por el “consejo revolucionario” que sentaría las bases de los futuros gobiernos militares, no es una ley. Sin ningún estudio técnico para diseñarlo, sin ningún debate democrático para configurarlo con el fin de proteger la libertad de expresión y sin el debido proceso parlamentario para instituirlo como ley, el Decreto Ejecutivo No. 45 es inaceptable como marco normativo de un cuerpo estatal de censura.

Toda obra de arte es una creación humana, una huella del pensamiento humano. Y si, tal y como lo indica la Constitución de El Salvador, “toda persona humana puede expresar y difundir libremente sus pensamientos”, entonces es lógico suponer que una obra de arte es un medio para la libre expresión de la persona y que su libre difusión está constitucionalmente protegida.

Por lo tanto, en mi calidad de ciudadano, exijo saber por qué nuestros impuestos facilitan la existencia de una institución que busca asfixiar el ejercicio de la democracia. Una cosa es que el Ministerio de Gobernación provea a las familias salvadoreñas de guías de contenido —según los objetivos del Código de Familia—, pues una recomendación informada sobre el nivel de violencia, sexualidad o profanidad de una película puede ayudar a que los padres determinen si el contenido es apto para sus hijos. Otra cosa, muy distinta, es que el Estado ejerza censura previa y trate de impedir que los adultos ejerciten su acceso a obras intelectuales constitucionalmente protegidas, imponiendo condiciones sobre qué película ver y cuándo verla, restringiendo su libre mercadeo y amenazando con suspender su exhibición si esta motiva un justo intercambio de ideas.

Paradójicamente, es la opinión de un sacerdote salesiano, Miguel Ángel Ordóñez, la que mejor ejemplifica los sentimientos de los ciudadanos sensatos: «Cada persona tiene libre albedrío para decidir qué ver y qué no. A nadie le obligan a pagar un boleto».

He ahí otra expresión de inteligencia. Roguemos para que pase la prueba de los censores.


Noviembre de 2002

[Originalmente publicada en La Prensa Gráfica. Cita bibliográfica pendiente.]