Artículo sobre Kijadurías en El Faro

«Jorge Ávalos, diseccionando el poema Manchas de ruidos antiguos, escribió sobre el poeta en un texto publicado en El Faro en 2007: “Los poemas de [Alfonso] Kijadurías son la evidencia de que es posible para nuestras conciencias sobrevivir la tenaz hipocresía de nuestros tiempos, el naufragio cotidiano. Pero con la palabra como guía”.»


Dada, Carlos. Kijadurías recibe Premio Nacional de Cultura, El Faro, 9 de noviembre de 2009.

Blasfemias

Jorge Ávalos


En 1962, una producción cinematográfica de Luis Buñuel perturbó al mundo por sus ataques a la Iglesia Católica y por el uso «blasfemo» de ciertas imágenes. Funcionarios políticos y religiosos alrededor del mundo clamaron por la censura de Viridiana, la película al centro del escándalo.

En medio de la algarabía, Ignacio Ellacuría tomó una vía alterna. El joven sacerdote y filósofo español, que se encontraba en Londres, le escribió una «carta abierta» a Buñuel. Ellacuría no sólo se oponía a la censura, también descubrió que el valor artístico de Viridiana radicaba precisamente en sus imágenes irracionales, como la emblemática «última cena» interpretada por un grupo de mendigos.

La «Carta abierta al director de Viridiana» es un documento singular en el corpus ensayístico de Ellacuría. En ella, se cuestiona el logro artístico de Buñuel porque no fue capaz de llevar su invectiva aún más lejos. Hay una diferencia, señaló Ellacuría, entre el signo y el significante, entre el imaginario católico y la Iglesia en sí. La «última cena» en Viridiana, ¿es una parodia del evangelio o de Leonardo?

Una cosa es examinar la naturaleza de la vocación religiosa, otra cosa es reducir las concepciones populares de la religión a un espectáculo de parodias superficiales. Cuarenta años después, las objeciones de Ellacuría contra la película de Buñuel aún están vigentes. Y Viridiana es recordada como un clásico del surrealismo, un catálogo de imágenes irracionales, no como un ataque a la Iglesia.

En 1980, Graham Greene, el autor de El poder y la gloria, señaló que la Iglesia Católica y sus representantes se jugaban la vida, literalmente, en El Salvador.

«No debemos olvidar nunca», escribió, «que Oscar Arnulfo Romero es, después de Tomás Becket, sólo el segundo arzobispo asesinado en un santuario religioso en dos mil años de historia».

Eso, y el asesinato sistemático para silenciar las voces de tantos catequistas, monjas y sacerdotes en nuestro país, incluyendo a Ellacuría, constituyen la verdadera blasfemia: la censura llevada a su más brutal extremo.


Ávalos, Jorge. “Blasfemias”, La Prensa Gráfica, 23 de noviembre de 2002. Esta columna de opinión se publicó en el contexto de un fuerte debate sobre la censura por el Gobierno de la película mexicana El crimen del padre Amaro, una censura que la Iglesia Católica solicitó y avaló.

El premio de Ávalos

Geovani Galeas

Poseedor de una admirable cultura libresca, un fino sentido del lenguaje y una experiencia vital cimentada en su cosmopolitismo, Ávalos suele iluminar con sus escritos los aspectos más complejos y sutiles de un libro o de un espectáculo, de una personalidad o de un evento.

No conozco los cuentos con que Jorge Ávalos, colega en esta sección cultural, ha ganado recientemente un importante reconocimiento en Panamá, pero algunos de los mejores poemas que he leído en los últimos años son de su autoría.

Tampoco me une a él una estrecha amistad, pero sí la admiración por su prosa periodística y su inteligencia crítica. De hecho, creo que a partir de ambos factores ha impactado positivamente el nivel de calidad de estas páginas, al tiempo que ha contribuido a redimensionar la manera en que normalmente damos cuenta de los hechos artísticos y literarios.

Poseedor de una admirable cultura libresca, un fino sentido del lenguaje y una experiencia vital cimentada en su cosmopolitismo, Ávalos suele iluminar con sus escritos los aspectos más complejos y sutiles de un libro o de un espectáculo, de una personalidad o de un evento.

Fue el poeta Carlos Santos quien me habló de él y me mostró algunos de sus textos a mediados de los años noventa. Por aquellos tiempos yo editaba la sección cultural de la revista Tendencias y el suplemento “Búho” de La Prensa Gráfica, y le pedí que desde Nueva York, donde residía, me enviara sistemáticamente colaboraciones.

Algunas de las publicaciones más memorables en aquellas revistas le pertenecen, sin duda. En una ocasión lo invité a mi programa de televisión, Universo crítico. Allí leyó unos poemas que provocaron una lluvia de correos electrónicos de personas maravilladas por sus versos.

El premio que ahora le ha sido concedido seguramente habrá de incidir para que su obra se haga más visible y pueda ser apreciada por un número cada vez mayor de lectores. Pues hasta ahora, como suele suceder entre nosotros, a pesar de su evidente calidad, no ha sido publicada más que de manera dispersa en algunas revistas.

Su libro de cuentos será publicado en Panamá... ¿Será imposible que un editor nacional haga lo mismo con sus poemas?


Galeas, Geovani. “El premio de Ávalos”, La Prensa Gráfica, San Salvador, 23 de abril de 2004.

El Asco: la pesadilla de Castellanos Moya

Juan Ramón Galeas logró interpretar de manera creíble su papel e involucrar al público asistente llevándolo de la risa —desatada por la ironía extrema del autor— hasta el silencio reflexivo y quizás colérico provocado por la irreverencia y crudeza de la propuesta de Castellanos Moya.”

Marta Eugenia Valle


En el marco de la celebración del décimo primer aniversario de La Luna, Casa y Arte, el martes 3 de diciembre de 2002, se presentó un monólogo basado en la novela El Asco de Horacio Castellanos Moya.

La presentación incluyó el ensayo videográfico que dirigiera el cineasta salvadoreño Guillermo Escalón sobre el autor de la obra. Esta unión de literatura, teatro y artes visuales subraya el carácter de La Luna como un importante espacio cultural independiente.

El coordinador del evento, Jorge Ávalos, dijo que esta presentación fue una cuestión de oportunidad y creatividad.

“De creatividad porque la obra de Castellanos Moya fue concebida por su autor a partir de una conversación sostenida con un amigo canadiense, precisamente en el local de La Luna; ambos platicaron sentados en la mesa que ahora sirve de escenario para la presentación del monólogo. Y de oportunidad porque teníamos un video sobre el libro, un actor que proponía representar el monólogo y el espacio mismo donde la novela fue concebida celebrando su aniversario. Las estrellas se alinearon”.

Hace un año, Escalón sugirió la idea de hacer no un documental sino un ensayo videográfico sobre El Asco. La novela ha sido muy controversial en nuestro país, por ello se pensó que una entrevista con el autor de la obra permitiría aportar una perspectiva del libro desde su dimensión literaria e intelectual, más allá de su contenido polémico. Es así como Escalón dirige este proyecto, producido por La Camioneta de Guatemala, y El Museo de la Palabra y la Imagen de El Salvador.

“El video está lleno del humor cáustico de Castellanos Moya, y había que resolver cómo y dónde estrenarlo, y dado que el escenario que inspiró al de la novela es La Luna, creí que una representación actuada de El Asco en su ubicación original sería un contrapunto perfecto a la entrevista con el autor”, dijo Ávalos.

Es ahí donde surge la idea de crear un monólogo por medio de la lectura de fragmentos del libro. Ávalos adaptó el texto y dirigió al actor Juan Ramón Galeas, quien interpretó a Thomas Bernhard, el personaje central de la novela. Beatriz Alcaine diseñó el espacio escénico y aportó la idea de incorporar a San Simón (una estatua de cartón piedra, santo de los bohemios) como el callado interlocutor de Bernhard.


El Asco en vivo

Galeas logró interpretar de manera creíble su papel e involucrar al público asistente llevándolo de la risa —desatada por la ironía extrema del autor— hasta el silencio reflexivo y quizás colérico provocado por la irreverencia y crudeza de la propuesta de Castellanos Moya.

En la presentación, el monólogo se interrumpe para dejar ver el trabajo de Escalón, quien nos facilita con eficiencia el encuentro con el autor y sus ideas, que están antes y a la par del texto al que nos enfrentamos. Castellanos Moya habla de su admiración por la obra del escritor austriaco Thomas Bernhard; la musicalidad de sus escritos y la crítica profunda en torno a todos los valores de la sociedad austriaca y en general de la humanidad.

Para el escritor salvadoreño, Bernhard es un maestro de la musicalidad, que toma como recurso literario la repetición tenaz, continua y a veces agobiante, de una frase que se convierte, como en la música, en un motivo de fuga, de manera que esta frase da paso a la siguiente.

Castellanos Moya lee a continuación fragmentos de Bernhard y luego de su propia obra para establecer la forma en que él mismo ha querido recrear al novelista austriaco, como un tributo y como una necesidad para decir lo propio en su obra: con un lenguaje igualmente obsesivo y cuestionador.

También hace las reflexiones sobre temas como la inseguridad, la violencia y lo que llama la “actitud frenética” de los salvadoreños que le dan la impresión de “hormigas sobre un comal caliente”.

“En El Salvador hay tanta violencia”, dice, “que las personas manejan cierto grado de paranoia para sobrevivir; al final, cuidarse cansa”.

La presentación conjunta del monólogo y el video definitivamente nos permite penetrar y conocer otras facetas del libro El Asco, que nos obligan a separarnos de lo emotivo, para llevarnos a la reflexión sobre los procesos históricos, políticos, sociales y culturales que hemos vivido y que estamos viviendo los salvadoreños.


Valle, Marta Eugenia. “El Asco: la pesadilla de Castellanos Moya”, Infocentros [infocentros.org.sv], viernes 6 de diciembre de 2002.

Madera de la buena

Mauricio Orellana

Así en la luz como en la sombra, hay madera de la buena en el olvidado edificio de nuestras letras contemporáneas... Ahí están los premios regionales de Jorge Ávalos...

Expuestas en sus vitrinas; exhibiéndose, torneadas y pulidas, en sus salones principales; tendidas al sol tras un baño de barniz con tinte; enmarcando sus preciosos ventanales y glorificando sus umbrales; realzando sus fachadas; sirviendo de quicio a sus puertas; fungiendo de vigas que soportan su techumbre; oficiando de tabiques, de pisos, de columnas. O amontonadas en sus recovecos, olvidadas en sus armarios oscuros, ocultas en sus húmedos sótanos. Así en la luz como en la sombra, hay madera de la buena en el olvidado edificio de nuestras letras contemporáneas.

A la luz: ahí está Horacio becado en Berlín, la obra de Claudia Hernández reconocida internacionalmente una vez más. Ahí están los premios regionales de Jorge Ávalos y de Jacinta Escudos: el Sinán y el Monteforte, el primero ya ganado en poesía por Miguel Huezo Mixco. También están ahí los que recién conquistaron una vez más a Quetzaltenango y sus florales (la lista es larga), y otros, muchos otros.

A la sombra: también hay un pequeño pero sustancioso ejército de creadores literarios, finas maderas no aptas para fachadas, pues en la intemperie se echarían a perder: estupendos cedros, rojizos caobas dignos de la mejor ebanistería, tablones de cedros, tablas de práctico pino y demás madera con temple de exportación.

Y en la oscuridad: me atrevo a decir que hay también otro grupo nutrido de talentos en ebullición, maderas aún en bruto comprometidas con sus noches y sus ratos libres. Conozco un par de esas regias vigas guardadas por ahí. Ya sea por esfuerzo individual o colectivo (hasta una casa hay para ellas en Los Planes), pujantes y con disciplina se irán ganando los puestos en la armazón de letras nuevas de nuestro edificio literario.

Estas maderas no son hechas para hogueras, y dejadas por desidia al desamparo, hasta se pueden pudrir.

Aunque también hay otras, categoría aparte, cuyos fines precisamente incendiarios las hacen buenas para expurgar y purificar. Vienen sin instrucciones. Manéjeselas con precaución.


Orellana Suárez, Mauricio. “Madera de la buena”, La Prensa Gráfica, 9 de septiembre de 2004.

Carta de Carlos Velis sobre Ángel de la guarda

Jorge:

He llegado del teatro, de ver tu monólogo. Me ha encantado. Has tratado un tema sórdido, con la candidez de un ángel.

Creo que has conseguido penetrar muy profundamente en la psicología del abusado —ojo, que digo "del abusado", porque allí puede caber cualquiera; podría ser un hombre también.

No hay duda que Naara y Roby han hecho un gran trabajo. Es un trabajo de puesta en escena muy fino que me sorprendió, no porque no crea capaz a Roby de hacer algo así, sino porque volví a ver al Roby que conocí hace ya muchísimos años, haciendo un teatro audaz, chingón, sin preocuparse por la taquilla. Además, creo que podría llevarse una sorpresa, porque es un trabajo tan bueno, que puede tener una buena respuesta del público.

Claro que es un texto difícil. Además de difícil para aprenderlo, también para asimilarse en concepto, ya que es muy intelectual, pero tiene la virtud de ser muy vivencial, o sea que lo conceptual va acompañado de imágenes poéticas muy profundas y sugerentes, que lo hacen sobrecogedor.


Carlos Velis
Dramaturgo e historiador del teatro salvadoreño

Hai kai Lili


Fotografía en blanco y negro [la versión original está dividida en tres paneles]
Julio de 2004, 68 (largo) x 20 (altura) centímetros


El proceso de documentar fotográficamente los lenguajes de la danza o, más específicamente, cómo éstos lenguajes son revelados por medio de los cuerpos de bailarines individuales, me ha conducido a un proceso de abstracción. Como en una composición dancística, “Hai Kai Lili” propone un juego visual inspirado en la poesía japonesa. Tres imágenes organizadas en una secuencia horizontal crean un conjunto dinámico sobre las cualidades particulares del cuerpo de una bailarina. Motivos esenciales a la danza —línea, forma, masa y ubicación espacial— son integrados y contrapuestos por medio de detalles del cuerpo desnudo de Lili."

Una fotografía artística es un evento silencioso; la música, por lo tanto, es reemplazada aquí por un manejo riguroso y armónico de la fuente de iluminación. El cuerpo desnudo, el silencioso tiempo detenido y las cualidades escultóricas que la luz y la sombra configuran, crean una atmósfera neoclásica. Sin embargo, ni la fragmentación ni la organización de imágenes abstractas en función de permitir lecturas ambiguas pertenecen al paradigma del clasicismo. En esta obra, el impulso tan propio a la fotografía de contener y significar es supeditado a un objetivo estético más personal. Quiero permitirme la oportunidad de realizar una búsqueda acaso ilusoria: acceder, con el arte de la luz y la sombra, a ese estado inaprensible de la danza y la poesía."

Jorge Ávalos

Historia de un amor

Carta a mis colegas periodistas informando de mi renuncia como colaborador de La Prensa Gráfica.


San Salvador, miércoles 21 de Julio, 2004


De: Jorge Ávalos
A: Mis amigos y colegas


Necesito informarles que he dejado de colaborar para La Prensa Gráfica. El sábado 17 de julio, debió aparecer en la sección cultural una columna mía titulada «Angelitos». La columna no apareció porque fue censurada. Hacía referencia a una exposición homónima en Photo Café que estará allí hasta el 9 de agosto. La exposición, que contiene fotos históricas de hace un siglo, fue preparada y curada por el Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica (CIRMA), una institución guatemalteca. La Prensa me paga por mis artículos no por mis ideas, sin embargo las comparto generosamente y hay muchas actividades y eventos que han sido cubiertos por otros periodistas para la sección cultural o para la Revista Dominical a partir de mis propuestas. Nunca he tenido ningún interés personal al hacer estas cosas; simple y sencillamente creí que era valioso que el lector tuviera acceso a esa información. No hice nada fuera de lo común cuando la semana del 5 de julio, propuse un especial, más gráfico que textual sobre esta colección de fotografías de CIRMA.

La exposición, que abrió el viernes 9 de julio, no fue cubierta ni como noticia cultural ni como especial en La Prensa Gráfica. La razón, y esto es algo que La Prensa no podría negar, tiene que ver con el contenido de las fotos: los «Angelitos» en cuestión son niños muertos. Las fotografías parten de una tradición europea llamada «memento mori» que fue asumida por las comunidades centroamericanas y enriquecida con el imaginario católico e indígena. A diferencia de la fotografía mortuoria europea, en la centroamericana los familiares despliegan una imaginación barroca al decorar a sus muertos con puestas en escena que incluyen estatuas de ángeles y cochecitos decorados con exquisita fantasía. Son fotografías realmente muy hermosas. Y al leer la información histórica que sustenta esta exposición llegamos a comprender algo que ahora nos parece casi inaudito: los familiares trataban así a sus hijos muertos y guardaban la memoria de sus niños de esta manera porque en su profunda religiosidad católica creían que la vida era sagrada: sus angelitos, que iban directo al cielo, habían sido una gracia compasiva aunque fugaz de Dios.

De allí mi profunda amargura cuando los lectores de La Prensa no fueron informados de forma sustancial sobre esta exposición. Así que escribí una columna explicando la razón de mi decepción. Usé palabras muy fuertes: hablé de «censura» y de «doble moral». No lo lamento porque así soy yo y así escribo. Mis cuarenta columnas anteriores contienen el mismo tipo de lenguaje, el mismo tipo de ironía, el mismo tipo de síntesis expositiva y el mismo tipo de argumentación dialéctica. Tampoco era la primera vez que escribía con palabras muy fuertes sobre un tema que me preocupa. La diferencia en este caso es que el editor de la «sección blanda» del periódico (cultura, sociales y deportes) se sintió aludido y la censuró bajo el brillante argumento de que en La Prensa Gráfica no hay censura. También escribió un memorando en el que argumentaba que yo no era nadie para dar «lecciones de periodismo», que a mí sólo me pagaban «para escribir crítica» y sugirió que si yo tenía intereses personales en Photo Café entonces debía «buscar otro foro». La implicación de este último punto es que yo tengo un conflicto de intereses económicos en relación con ese centro cultural. En el ámbito periodístico esa es una acusación muy seria. Dado que es absolutamente falsa, constituye un acto de difamación.

El memorando y el rechazo de mi columna ocurrieron el viernes 16 de julio. Ese día recibí una llamada de la coordinadora de la sección cultural informándome que yo tenía dos opciones: a) escribir otra columna con un tema completamente distinto; o b) incorporar el punto de vista del editor a mi columna de opinión, la cual aparece claramente identificada con mi nombre y mi fotografía. Yo rechacé ambas opciones y hablé con el editor para discutir todo esto. «¿Por qué», le pregunté, «no publicás mi columna y respondés a ella? Tenés el poder, los recursos y el espacio para hacerlo». Él no aceptó ninguna propuesta que implicaba publicar esa columna y, por lo tanto, mi respuesta final fue: «Entonces no habrá columna mañana». Pero no tenía por qué haberlo dicho. Antes de hablar conmigo, él ya lo había decidido y así me lo expresó. Por un lado, el editor no parecía saber que en las páginas de La Prensa Gráfica, que refleja con suficiente fidelidad lo que está ocurriendo en la sociedad, se publican rutinariamente fotografías de estudiantes asesinados (recuerdo cinco sólo en las primeras dos semanas de julio). Por otro lado, tampoco parece comprender que los silencios de la cobertura de un periódico en ocasiones dicen tanto como lo que se publica, y entre lo que se publica y lo que es silenciado se crea un nuevo discurso. Intencional o no, ese discurso llega al lector. El editor rechazó mi columna porque contiene un incómodo grano de verdad. Lo que comprendí, a partir de nuestra conversación, es que los dos hechos centrales que sostienen mi argumento no son rebatibles precisamente porque son hechos, y como ya sucedieron también son, por lo tanto, innegables. Eso significa que mi columna, sean mis conclusiones correctas o no, sí logran revelar esa contradicción de propósitos que a veces llamamos «doble moral».

El silencio periodístico que rodeó la exposición «Angelitos» contrasta muy drásticamente con el hecho de que durante el último año La Prensa Gráfica ha publicado en las noticias nacionales numerosas imágenes de niños muertos, principalmente estudiantes balaceados o apuñalados, descansando solitariamente sobre lunas de sangre o rodeados de familiares angustiados por el dolor. Algunas de estas fotografías han aparecido, incluso, en la portada, precisamente porque la violencia se ha convertido en algo tan cotidiano. En una edición reciente de La Prensa, aparece la imagen de un fotógrafo que posicionó su cámara directamente sobre la ventanilla del ataúd, para que tuviéramos una visión clara de una joven mujer cuyo rostro estaba hinchado por golpes y laceraciones. ¿En qué me ayuda a mí, cómo lector, este tipo de amarillismo? Y sin embargo, no es eso lo que cuestiono porque La Prensa tiene el derecho (y para algunos, la responsabilidad) de publicar esas imágenes. Lo que yo cuestionaba en mi última columna, la que fue censurada, es el silencio de La Prensa alrededor de esa otra manera de ver la muerte que no es sino otra manera de comprender el valor de la vida. Discúlpenme los ateos por reconocer el hecho de que las fotografías en la exposición «Angelitos» representan un paradigma infundido con la espiritualidad y los valores de la fe católica. Discúlpenme aquellos que creen que tratar la condición humana en su dimensión cultural y subjetiva no tiene lugar en un periódico. Yo sí creo que la vida es sagrada y creo que al no hablar de «Angelitos» hemos perdido una oportunidad preciosa y única para hacerlo porque nos habría permitido cuestionar también esas otras fotografías que vemos cotidianamente en los periódicos matutinos y la actitud que representan, una actitud que nada dice acerca del valor de la vida.

Al hablar con ese editor de La Prensa y al escuchar sus argumentos a favor de la censura de una columna de opinión comprendí que un pacto, hasta entonces inviolado, se rompía en mi relación de dos años como colaborador. Y comprendí que esta situación de excesivo celo y control editorial hacia mi trabajo se repetiría una y otra y otra vez. Así que necesito ser muy claro: no renuncio a mi labor como colaborador porque censuraron una columna. Que nadie se haga ilusiones; la censura a veces sucede: es una realidad del periodismo que pasa oculta bajo el proceso diario de la selección y diseño de la pauta. Pero generalmente, en condiciones normales, es como una fiebre ocasional y no acarrea malas consecuencias. Además, eso mueve al escritor a un constante juego estilístico, pues siempre hay maneras de ironizar o de aludir implícitamente lo que no se puede exteriorizar. En una columna titulada «Letras» me burlé del concurso literario Letras Nuevas que La Prensa anunció con bomba y platillo, y con un pomposo nivel de cobertura que ningún premio Nóbel ha recibido; decenas de correos me indicaron que los lectores habían comprendido un mensaje que yo creí era demasiado críptico. Y en una columna titulada «El Gigante» me burlé del servilismo verbal de los medios que llamaron «guerra» a la invasión militar de Irak. Cualquier niño que busque la palabra en un diccionario sabría que eso no fue una guerra. Nombrar las cosas con precisión es la primera lección de redacción de prosa que yo aprendí. No es algo tan obvio como parece; en el periodismo es crucial reconocer las distinciones: de allí que los medios se mantengan firmes en llamar actos violentos a los actos violentos en las calles de San Salvador, aunque algunos insistan en llamar a eso «libertad de expresión».

En mi actividad como escritor necesito ser honesto conmigo mismo y llamar las cosas por lo que son. El precio de una columna no compra la integridad de un escritor, al menos no compra la mía. Este incidente de censura fue demasiado perturbador para mí porque fue acompañado de una calumnia y de una vana demostración de poder cuando lo único que se necesitaba era la apertura a un diálogo. Un columnista es un intelectual que debería tener la libertad para hacer cuestionamientos profundos y provocativos; y esa libertad debería extenderse para cuestionar el medio que gestiona su voz, si el proceder del medio amenaza con condicionar o relativizar la validez misma de la libertad de expresión. Sé que hay personas que piensan que mi labor en La Prensa era importante. A ellos, tanto como para los que no piensan así, quiero decir esto: cuando se cierra una puerta a un diálogo necesario, hay que abrir otra, y cuando no se encuentra nada más que un muro de ladrillos entonces hay que abrir un boquete para entrar y hacer posible ese diálogo. Sucede que cuando llegué por primera vez a La Prensa Gráfica no conocía a nadie. Llegué con un portafolio de mi periodismo y mi fotografía bajo el brazo, y con un entusiasmo rebosante de ideas. Así me abrí camino: con los méritos de mi trabajo. Para mí fue una parte importante de mi relación de amor con las artes, una forma imaginativa de aplicar mis estudios y una actitud ante la vida que se basa en este supuesto personal: cuando las artes alcanzan un alto grado de belleza es porque el artista ha encontrado el camino de su verdad, de la verdad. Siempre me interesó saber cómo el artista había encontrado ese camino, porque esa es la historia humana detrás de las artes. Ese es el hilo conductor de todos mis artículos.

En una columna del 6 de marzo de este año hablé de cómo la crítica teatral debía estar cimentada en una práctica ética: «Un crítico no es un juez, es un testigo», escribí. «Por esto, su conciencia ética le exige que cada juicio de valor esté sostenido por un ejemplo concreto y que cada conclusión emerja, inevitable, del discernimiento honesto de la obra en cuestión. El texto crítico es la piedra de toque de un diálogo que le permite al espectador sacar sus propias conclusiones». Durante dos años fui un testigo privilegiado del desarrollo de las artes en El Salvador y no me arrepiento en lo más mínimo. Tampoco me arrepiento de dejar la actividad periodística y crítica a un lado porque mi actividad central ha sido siempre la creación de mi propia obra artística. Si mi contribución a través de La Prensa Gráfica ha terminado, eso es circunstancial. El diálogo de los artistas con los medios, sin embargo, debe ser ahora más fuerte que nunca. Los artistas tienen no sólo el derecho sino la responsabilidad de exigir que las artes sean tratadas con inteligencia y con ética y —¿por qué no?— también con amor.

Un abrazo,


Jorge Ávalos

Guadalupe, una fiesta teatral

El martes se estrenó la obra “Guadalupe, la rosa de los vientos”, un ambicioso montaje escénico que reunió a más de 60 personas en el escenario del Teatro Presidente.

Jorge Ávalos


Guadalupe: la rosa de los vientos es, ante todo, una celebración. Durante la ovación final, acompañada de música de mariachis, se reunieron en el escenario más de 60 personas. Nunca antes en El Salvador, creo, se ha realizado una mayor movilización de recursos humanos, sociales y materiales para una sola producción teatral.

No es oficio de la crítica teatral señalar estas cosas, pero habría que ser muy ingenuo para obviar la abrumadora presencia de la empresa privada. La obra fue producida por Simán. Nueve grandes empresas (incluyendo La Prensa Gráfica) patrocinaron la obra. El impacto de ese apoyo se hizo evidente en los altos niveles de producción y en la gran afluencia del público.

No cabe duda, por los agradecimientos y discursos que enmarcaron la obra, que el apoyo de la empresa privada se efectuó para proyectar los valores humanos y católicos que la obra representa. Pero la nueva producción de Tatiana de la Ossa Osegueda también posee indudables valores como gran espectáculo escénico. Eso la convierte en otro tipo de celebración: una fiesta teatral.

La obra fue inmensamente enriquecida con la danza de Humanum Tempore, las voces del Coro Schola Cantorum, la Orquesta de Cámara Clásica, la producción videográfica de Relativo Films, el sonido de Estudios Doble V y muchos otros participantes, incluyendo un enorme reparto actoral. En ese sentido, Guadalupe es un triunfo de producción.

Guadalupe posee la indudable estampa de la tenacidad y la visión integral de Tatiana, quien es autora del guión, productora general, directora artística y realizadora de la puesta en escena. El programa también le da crédito por el diseño de iluminación y como colaboradora en el diseño de vestuarios y accesorios.

Desde un punto de vista dramático la obra es elemental: recupera la historia, popular y mítica a un tiempo, de cómo Juan Diego se convirtió en un mensajero de la Virgen María. Esa línea narrativa, heredada de la tradición, se presenta sin complicación alguna.

El contexto histórico, ilustrado con imágenes de video, se presenta como una introducción y un epílogo narrados. La perspectiva de que la “leyenda” de Juan Diego está emplazada en la encrucijada histórica entre los períodos de la conquista y la colonia española nunca se pierde.

La simplicidad del drama sería aceptable de no ser por un factor tan positivo como inusitado: la extraordinaria actuación de Ana Ruth Aragón. Interpretando a la criada Carmiña, Ana Ruth es tan espléndida entre la multitud de actores como la guardiana de los religiosos que revela de inmediato la ausencia de verdaderos acontecimientos dramáticos en la obra. Vemos momentos en una historia, pero no el tipo de conflictos que esperamos de un drama.

Con su leve cojera, con su patrón sincopado de habla, Carmiña es una verdadera creación actoral. Cuando Juan Diego (Francisco Cabrera) se presenta por segunda vez a buscar al arzobispo, ella levanta su escoba y en ese momento de tensión entre ambos personajes sentimos de manera entrañable el tipo de temor que Juan Diego tiene de los españoles. El detalle humorístico de una escoba utilizada como un arma de contención surge de manera orgánica de la actuación de Ana Ruth.

La exuberancia de algunas escenas multitudinarias, como la fiesta popular en la plaza, podría haber sido calibrada con escenas de interacción más directa y dramática entre los actores como esos breves encuentros entre Ana Ruth y Francisco. El revuelo de tantos actores en escena no siempre es favorable, sobre todo al principio, pero la llegada del Virrey Don Francisco, interpretado por Juan Barrera, posee la fuerza de una verdadera ceremonia por su fastuosidad visual.

Jorge Alberto Jiménez, como Fray Juan de Zumárraga, y Leandro Sánchez Arauz, como el Almirante Don Fernando, son ejemplos de casting perfectos: ambos proyectan con naturalidad sus respectivos papeles como la mayor eminencia religiosa y como la mayor autoridad militar.

Karen Castillo, en el papel de Guadalupe, es otra cuestión: como espectador no dejo de pensar que veo a una joven “actuando” el papel de la Virgen. Sin embargo, en el video, su rostro irradia placidez y belleza.

En cierto sentido, el elemento protagónico de la obra, lo que le otorga una extraordinaria coherencia espiritual al conjunto, es la música de Walter Quevedo-Osegueda. Es una propuesta perfecta de música incidental para una obra teatral. La música está al servicio de la acción escénica, la complementa y la encumbra, pero mantiene su valor propio.

El video está ingeniosamente añadido a la obra. Es documental, didáctico casi, al principio y al final, pero asume un papel activo en las transiciones escénicas. La obra se abre así al campo y vemos a Juan Diego, en las pantallas, correr en un bosque real. El video se utiliza también para proyectar una aparición de la Virgen sobre las aguas. Pero nada anticipa el mágico uso que adquiere en la escena crucial de la revelación, cuando un collage de imágenes crea, en efecto, una visión.


Ficha técnica
  • Obra: “Guadalupe, la rosa de los vientos”.
  • Género: tema religioso que explora el misticismo del encuentro de la cultura española con la azteca.
  • Clasificación: para toda la familia.
  • Elenco: 64 actores, en una conjugación de diversas ramas de las artes: teatro, danza, música y video.
  • Libreto, dirección y producción: Tatiana de la Ossa.


Ávalos, Jorge. “Guadalupe”, una fiesta teatral”, La Prensa Gráfica, San Salvador, 28 de noviembre de 2003.

On Maxine Hong Kingston’s Silence


Jorge Ávalos

We write stories about our past so that we can define who we are. A definition of our identities begins by recognizing that we exist in history, that our stories make up that which we call history.

An autobiography takes us back into the past, but not a past disguised as history but exposed as memory. Memory brings into the writing of the autobiography a double perspective, for just as we bring into the present the baggage of the past, we take into the past the baggage of the present. Maxine Hong Kingston’s autobiographical essay, Silence, carries this double perspective with astonishing clarity. The Chinese immigrant girl Kingston once was is met at the crossroads of memory by the adult Chinese-American writer. From this encounter springs forth the woman who, had she lived in China, would have been an outlaw knot-maker, as in the legend Kingston uses to open the essay:

Long ago in China, knot-makers tied string into buttons and frogs, and rope into bell pulls. There was one knot so complicated that it blinded the knot-maker. Finally an emperor outlawed this cruel knot, and the nobles could not order it anymore.
The “cruel knot” of the legend is a powerful image. By telling us that she would have been an “outlaw knot-maker,” had she lived in China, Kingston is also telling us that what she is (as a writer, at the time of writing Silence) is equivalent to being an “outlaw knot-maker.” The essay recounts a time during her childhood when her silence was “thickest” (total), the time when she first became conscious of her speech. Kingston draws the relationships between language, culture and society in the making of her identity. Identity is the complicated knot made out of these relationships. To prevent “blindness,” Kingston never loses sight of her identity as a Chinese-American writer, as an author of books that seek to define her own self in relation to American society —as she does in The Woman Warrior, 1975, from which this essay is taken. While there are no “nobles” in American society, Kingston confronts through her writing a set of social expectations, a set of racial, gender and economic divides.

Kingston’s language is rhythmic and vivid, but the most startling aspect of her style is her complete disregard for a linear progression. Kingston identifies the specific time in her life when speech became the main tool of social interaction and, by removing the layers of memory, she takes us to the core of her search: the significance of language in the formation of her identity. Kingston freely explores and contrasts her experiences as a student during the three-year period between kindergarten and the second grade. For this reason, Silence is not structured chronologically but, rather, in thematic blocks. The first section is a complex introduction to the essay; the second and third sections deal, respectively, with her education in American and Chinese schools.

The opening paragraph, quoted above, is only loosely connected with a “maybe” to the story that follows, a graphic depiction of how Kingston’s mother cut her tongue in order to free it, to make it ready for speech. It is a story that fills the young Kingston with both terror and pride. The story suggests the breaking of a taboo: “a ready tongue is an evil”; but it also introduces myth as an answer to the riddles posed by immigration: “Things are different in this ghost country”. But the reality doesn’t match the story. The young Kingston’s frenum appears to be intact. Hungry for understanding, she questions her mother until her mother looses her patience and says, sharply: “Why don’t you quit blabbering and get to work?”. Her mother’s words come unexpectedly, and must have hurt Kingston profoundly because the pain is still present: she should have cut more, scraped away the rest of the frenum skin, because I have a terrible time talking. Or she should not have cut at all, tampering with my speech. That Kingston still has “a terrible time talking” comes as a revelation. Kingston traces the origin of her broken voice back to the time when she first had to speak English, but instead became silent.

At first, Kingston enjoyed the silence. As a child, in fact, as any child during the first year of school, Kingston was simply being herself, in herself. To be in society, a child must communicate, must speak. Through the interplay in society we arrive at our own sense of self. This is true for every child in every society. However, for an immigrant child this is complicated by the fact that identity is a construction made mostly through the mediation of language. Kingston is explicit on this point as she sums up her experience in an American school:

It was when I found out I had to talk that school became a misery, that the silence became a misery. I did not speak and felt bad each time that I did not speak. I read aloud in first grade, though, and heard the barest whisper with little squeaks come out of my throat. “Louder,” said the teacher, who scared the voice away again. The other Chinese girls did not talk either, so I knew the silence had to do with being a Chinese girl.
Kingston’s essay is packed with autobiographical details, cultural references and historical allusions. Kingston is very skillful in weaving together anecdotes and reflections in a seamless narrative that quickly shifts focus from the broader issues to the viewpoint of a little girl and back. In one characteristic passage, Kingston states plainly that reading was easier than speaking because she did not have to make up what to say. She then brings the narrative back into the classroom by simply mentioning the teacher. The heart of the passage contains a micro-essay on Chinese ideographs that illuminates the relationship between language and culture: The Chinese “I” has seven strokes, intricacies. How could the American “I,” assuredly wearing a hat like the Chinese, have only three strokes, the middle so straight? . The young Kingston’s difficulty in reconciling these differences gets her in trouble during reading sessions. At the end of the passage, Kingston is sitting with the noisy boys, identified as a bad student, as someone who resists learning.

The intricacies of the Chinese “I” parallel the concept of the “cruel knot.” In keen contrast with the American “I,” the Chinese identity is portrayed as intricate, as more substantial. So it is remarkable that Kingston’s mother would say that they, the Chinese immigrants, like the ghosts, have no memories. Kingston, the writer, the knot-maker, seeks to reconcile her two identities. She may have lost her ancestral memories, but she is no less Chinese for that reason, and she is no less American for being of Chinese ancestry. In a country of ghosts, immigration is a transgression. Language and culture are not the borders of society, but the arenas in which the conscience of a people are shaped. Even the Chinese school, where the children read together, not alone with one voice, can’t escape the transgressive nature of immigration. At one point, a new teacher calls for the first time on the second-born to [recite] first and the children are nearly overcome by fear.

Not all of the children who were silent at American school found voice at Chinese school, writes Kingston. Her own voice, she tells us was like a crippled animal running on broken legs. But she was loud, and she was glad she didn’t whisper. There was one little girl who whispered. Something must be lost for those who live between two worlds. A precious memory or the attachment of the tongue, perhaps. But then, something must be gained. Certainly, a distinctive voice. Scarred by experience, the sharpness of Kingston’s tongue can open a wound in the present.

1996


Photograph of Maxine Hong Kingston by Christopher Felver.

A Few Words About Nothing

An Essay on “Race”



Jorge Avalos

Race is everything or nothing.
John Edgar Wideman

1.

And we thought the old trickster was dead.

He’s back. He arrived and came into our house as if he had never left. He sat at our table. He asked for a piece of our bread, for a hot cup of coffee. We shared with him the little food we had left. He was dark and silent. We told him we had heard the stories and the songs.

“The tricks and the mayhem are now legend,” we said. “Neither plagues nor wars have stopped you. You have wrestled the devil himself, we’ve heard.”

He didn’t say a word. He drank his black coffee.

We wanted to hear yet another story, perhaps a story about ourselves. Instead, he placed his old bag of tricks on the table and gave us back what he had taken from us. And then he left, once again. We just wanted to hear another story.


2.

Race is an old, timeless trickster. The dark angel of history. The evil twin of progress. Welcome to the circus of reality, where race is the ringmaster. Welcome to the New World, this way to the looting, this way to the genocide. Welcome to the cotton fields of America. Welcome to Auschwitz, the gas chambers are to your right. Welcome to Bosnia, too little, too late. Welcome to Hiroshima, welcome to the fire. You are the color of your skin. You are the child of a lesser god. You have an inferior mind. You are trespassing. You are illegal. Your food is so spicy. Your culture, so traditional. And the funny accent. The oriental charm. The exotic spell. I’d love to take that veil off your face.


3.

I remember the war. I remember my sixteenth birthday in a torture chamber in San Salvador. I remember the cold Christmas Eve of 1980, shortly after crossing the Mexican-American border. I remember sleeping in the streets of San Francisco. I remember crying over my first warm meal in two months. I remember the noise of English. I remember two boys dressed as girls in the youth shelter of Mission Dolores. I remember the prostitutes I flirted with in the alleys of the Tenderloin. I remember my first job, caring for a rose garden. I remember those days with a strange, dark passion. I didn’t know who I was. And nobody gave a damn.


4.

Race is a political border. The superstructure of Plato’s Republic over two thousand years in the making. The hegemonic axis of modern capitalism. The iron curtain that separates the powerful from the oppressed, the developed master from the developing slave. The American Civil War was in fact an economic war, the high noon of modern history. The South didn’t loose to the Yankees, they lost to the Industrial Revolution. Race is class. We can’t speak about race in terms of progress. If the historicist is at home retelling the history of the world as a history of technological development, as the natural progression of civilization, then race is the reminder that there is no such thing as human progress. After two thousand years, we are still crucifying the savior. After two thousand years we are still the predators of our own liberation.


5.

To cross the political border of race is to leave behind the trickery of race. We are afraid to leave race behind, so we stay and live amidst the trickery. We think we can outwit the oldest trickster, but, can we wrestle the devil? Our liberation from racism can only come about by transcending the notion of race as color, race as culture, race as the standard of measure of human value. Our liberation from racism can only come about by implementing a just economic order, for race is above all an economic question. There was slavery before there was racism. There was depreciation of human value before there was colonialism. We have misread the history of our shame because we now inhabit Plato’s cave. We debate a story of shadows projected on the walls of a cave. At the center of the cave, the fire of history consumes our true memories. So I say: “Dare, dare yourself to look into the fire and listen to the words we have forgotten, revisit the mountains and the rivers of your childhood, dream the dreams that you no longer dream. And forget nothing.”


May 1st, 1996

Lectura de poesía en la Universidad Matías Delgado

«Dentro de las actividades culturales de nuestra Institución, y contando con la presencia del Señor Rector, Dr. David Escobar Galindo, el día 29 de agosto de 2003 se efectuó una Lectura de Poesía, con la participación de los poetas: Carmen González Huguet y Javier Alas, acompañados por: María Cristina Orantes, Jorge Ávalos y Federico Hernández Aguilar.»


Boletín Cultural Informativo de la Universidad Dr. José Matías Delgado, Año II, Vol. I, No. 6, Diciembre del 2003, p. 6.

Política cultural y el teatro de calidad

«Algo que creo que es importante, es que tengamos referentes de calidad porque si no existen, entonces hay más excusas para los que quieren seguir dependiendo del Estado, de los que creen que hay que hacerlo a través del Estado, porque suponen que no hay otra forma de hacerlo. Recientemente tuve un debate muy interesante con Jorge Ávalos, el crítico de arte, que mencionaba que la Muestra Nacional de Teatro no había presentado calidad por culpa de Concultura. Eso es absurdo, quiénes tienen la responsabilidad de presentar calidad son los grupos de teatro y no Concultura, que finalmente sólo es un organizador nada más.»

Federico Hernández, presidente en el período 2004-2009 del Consejo Nacional para la Cultura y el Arte (Concultura), en una entrevista realizada por el grupo Tiempos Nuevos Teatro (TNT). Entrevista al Lic. Federico Hernández, Opiniones, TNT, 2009.

Debate poético en Cultura 94


«Antes de finalizar el 2006, el Consejo Nacional para la Cultura y el Arte (Concultura) presentó los nuevos números de las revistas El Salvador Investiga y Cultura. [...] Se incluyen en esta edición de Cultura 94 una muestra de 20 obras pictóricas de Francisco Zayas, acompañada de un perfil biográfico y profesional de la trayectoria artística de este pintor salvadoreño. Se incluyen esta vez dos temas sobre arqueología, un debate poético sostenido a través de cartas entre Carlos Santos y Jorge Ávalos, un comentario sobre una investigación de Justo Armas, un ensayo sobre la influencia de los medios de comunicación en la sociedad salvadoreña, entre otros.»


Cruz, Patricia. “Nuevos números de El Salvador Investiga y Cultura”, Clic, 22 de diciembre de 2006, San Salvador.

Miel de tigre

Jorge Ávalos


Amaba los pájaros. Y era tan pequeño que hasta el día de su muerte a los 81 años, el viernes 7 de febrero de 2003, sus amigos creyeron que era un gatito. Debo decir la verdad. Era un jaguar: el gran felino de Guatemala, su más famoso «tigre». Antes que nadie lo afirmó Luis Cardoza y Aragón, su compatriota, que sabía lo que decía cuando sugirió que si los zarpazos de Augusto Monterroso eran dulces no por ello dejaban de ser zarpazos.

Ahora que ha muerto, sus colegas escritores recuerdan con cariño el humor de Monterroso. Y recuerdan también, con agradecimiento, la brevedad de su obra. Un escritor salvadoreño, por ejemplo, ha exaltado su «poder de síntesis». Pero los que amamos los libros de Monterroso sabemos que uno de los encantos de su prosa es la ausencia de síntesis. Su estilo es coloquial, indeciso a veces, travieso casi siempre. La brevedad de su obra es leyenda sólo para quienes no lo han leído. Para quienes lo han leído, sus lacónicos libros constituyen una fábula cuya moral Monterroso explicó sin dejar lugar a equívocos: «No quiero llenar el mundo de más basura literaria».

Monterroso fue breve porque nunca quiso repetirse. Como él mismo lo señaló, cada uno de sus libros es un ejercicio literario en un género distinto. De su brevedad Monterroso acusa también a su timidez, aunque ese es otro cuento, porque su timidez no es la razón de la brevedad de su obra sino de la brevedad en su obra. Su timidez lo hacía buscar temas pequeños. El tema de las moscas, por ejemplo. O el tema de los escritores de provincia. Honestamente, ¿cuánto se puede escribir sobre una mosca o sobre un poeta de provincia sin colmar la paciencia de los lectores?

Después de Monterroso, todo buen escritor lleva en su rostro sangre y miel, la marca de su dulce garra. Esa es la fábula que quería contar.


“Miel de tigre”, La Prensa Gráfica, 15 de febrero de 2003.

Amor propio

Jorge Ávalos


Cumplir los cuarenta años es alcanzar una edad media personal. Me lo anuncié a mí mismo cuando era un adolescente, sin proponérmelo. El profesor de historia que tuve en noveno grado lo sabe. Cada vez que en un reporte escolar escribí «medioveo» en lugar de «medioevo», anticipé la condición de caer en un estado donde paulatinamente comenzamos a perder de vista el progreso o, más bien, a perder de vista toda mentira que se nos dice acerca de la posibilidad de un progreso humano, que no es lo mismo. A nuestro alrededor, escuchamos el ruido ensordecedor de la música que no nos gusta, vemos en los periódicos los mismos titulares sobre violencia y corrupción que hemos leído un centenar de veces antes, reconocemos al fin no sólo la hipocresía de los políticos sino esta triste verdad: ellos rigen nuestras vidas cotidianas en un nivel apenas presentido. Y sin embargo todo lo novedoso, sospechosamente reincidente, continúa provocando estragos en nuestras billeteras con regular despejo.

Para dar un ejemplo de nuestra medieval aprehensión, nada cómo volver a los libros que cambiaron nuestras vidas durante nuestra adolescencia. Una muerte me ha recordado de esa etapa de mi vida y de uno de esos libros. Guillermo Cabrera Infante, que en algún momento firmó con el seudónimo de «Caín», murió esta semana a los 76 años en Londres, donde residía desde su exilio de Cuba, iniciado a mediados de la década de los sesenta. De la década de los sesenta del siglo veinte, por supuesto, niños infames. Como decía, tener cuarenta años es reconocer que soy lo suficientemente joven para maravillarme de que los adolescentes de ahora no hayan leído nunca Tres tristes tigres (1968), y soy lo suficientemente viejo para recordar el período en el cual surgió ese libro: el «Boom» de la narrativa latinoamericana. No, jovenzuelos, nadie voló en pedazos pero sí fue como una bomba la irrupción de tanto talento. Y ahora, ¡fuera! ¡O les pegaré con mi bastón si no me dejan escribir en paz!

Ser adolescente es desear. Desear intensamente cada minuto del día. El corazón y la respiración llevan la cuenta: la vida es un ritmo. A los doce o trece años, en casa de un amigo, vi una vez una revista con fotografías de mujeres desnudas y, al hojearla, creí que mi corazón explotaría. Una sola imagen bastaba para enriquecer un año de sueños húmedos. Mi época de gloria comenzaba. Esa época inocente, que el Internet y el acceso a las más grotescas variedades de pornografía parecen haber destruido, fue también una época cuando los libros valían oro. Y algunos autores, y algunos libros en particular, poseían, lo sabíamos, más quilates que otros por el poder para evocar un mundo rebelde y sensual a un mismo tiempo. Cabrera Infante era uno de ellos. No puedo explicar el gozo de leer por primera vez una novela tan lúdica como Tres tristes tigres. Tantos escritores hacen esfuerzos por inventar técnicas novedosas. A Cabrera Infante no le importaba inventar nada: le importaba contar historias, y las técnicas experimentales eran para él como los efectos especiales contratados para una superproducción verbal.

En una sola ocasión vi a Cabrera Infante. Fue en una universidad y, aunque no lo crean, la persona que lo presentó y lo entrevistó para el público estudiantil con suma inteligencia y humildad fue nadie más y nadie menos que Mario Vargas Llosa. En esa ocasión, Cabrera Infante habló con pasión sobre la influencia del cine sobre su obra, y un consternado Vargas Llosa trataba de argumentar con un cauteloso inglés que su narrativa no era muy «cinemática», es decir, no era muy visual. Sin embargo Cabrera Infante insistía en proclamar su amor por el cine y el influjo vital que había tenido para su carrera como escritor. He releído algunas de sus páginas y me doy cuenta de que Vargas Llosa tenía razón: Cabrera infante no es un escritor visual sino auditivo y, extrañamente, con un sentido muy agudo de los espacios. No es la imagen del mundo, sino su circundante sensualidad lo que nutre su escritura. Léase Tres tristes tigres para escuchar la ciudad de La Habana como un concierto de voces y sonidos. Y léanse las primeras páginas de Habana para un infante difunto (1979) para comprender cómo esa sensualidad es verdaderamente envolvente. Ahora comprendo. Cabrera Infante amaba el cine desde su simbólica butaca: desde el oscuro anonimato del espectador, el cine es una experiencia sensual. Son los sonidos, las voces en inglés y la efusiva música de cuerdas del cine de las décadas de los 30s y 40s y 50s, los que abrazan al espectador para llevarlo hacia la imagen y no al revés.

Es verdad que Cabrera Infante a veces se portaba como un imbécil. En una entrevista con el Paris Review describió las etapas de los escritores latinoamericanos del Boom por el pelo de sus caras. «Aren’t you being a little bitchy?» (No estás siendo un poco hijueputa?), le preguntó la entrevistadora, hastiada de su actitud. Y en Vidas para leerlas (1998), se recrea con demasiados «bochinches» malévolos sobre otros escritores. Contó, por ejemplo, como durante su época de agregado cultural de la revolución cubana en Francia, Alejo Carpentier se bajaba de su limosina una cuadra antes de llegar a su oficina, descendía al metro y salía en la otra esquina para pretender que se manejaba entre el pueblo sin malgastar los recursos de la revolución. Cuando leí eso, cerré el libro y lo tiré a un bote de basura. Aun si fuese cierto, no me importaba saberlo. Nadie ni nada pueden defender a un escritor que se porta como un imbécil sino el olvido. Lo que se espera de los escritores que uno ama es que el olvido sea selectivo: que se pierda todo menos su obra. La mayor gloria de un escritor sería perder el nombre para que su obra pase a ser obra del único autor sin recelos con su tiempo: Anónimo.

Quiero confesar que una de las tantas razones por la cuál me es imposible olvidar mis lecturas de Cabrera Infante es porque sus libros fueron una de las mayores fuentes de sensualidad de mi adolescencia. Esos libros eran manuales de resistencia, prontuarios para la imaginación, incluso guías para el «amor propio». No me refiero a la autoestima; me refiero a la masturbación, porque así la llamó Cabrera Infante en La Habana para un infante difunto: amor propio. Y tenía razón. Cuando uno se masturba, al menos está teniendo sexo con alguien a quien ama. Y cuando es un joven el que lo hace, está aprendiendo a amarse a sí mismo. Gracias a Gabriel García Márquez, a Vargas Llosa y a Cabrera Infante, antes de cumplir los dieciséis años mi amor propio era muy, muy grande.

Jóvenes: no se masturben. ¿Qué estoy diciendo? Más bien: mastúrbense, y manchen los libros de sus padres, los de lecturas más sensuales, dejen atrás una huella duradera de su propia sensualidad. Cuando tengan mi edad apreciarán ese detalle. Pero no puedo dejar de advertirles lo que me advirtieron a mí. Como bien lo saben, la masturbación causa ceguera. Con el tiempo verán los indudables efectos. El pelo se blanquea y se cae; los dientes se llenan de cavidades; los huesos se hacen endebles; los músculos, fofos. A los cuarenta años alcanzarán la edad media y se sentirán grotescos, fuera de lugar, viejos. Pero si gracias a unos cuantos libros han aprendido a amar la vida más intensamente, entonces podrán decir: «Fue una larga y dura lucha pero valió la pena; ahora puedo vivir la otra mitad de mi vida como el huraño cascarrabias que merezco ser». Así que apártense, niños indecentes y déjenme leer en paz.

Viernes, 25 de febrero de 2005


Guillermo Cabrera Infante nació el 22 de abril de 1929 en Gibara, Cuba. Murió en Londres el 21 de febrero de 2005. Este artículo fue originalmente publicado en El Faro bajo el imprudente título de "No se masturben" en la edición de la semana del 28 de febrero de 2005.

Calidad de periodismo y calidad de libertad

Sobre la supresión de un artículo de opinión de Paolo Luers en El Faro.

Jorge Ávalos

Los errores de la libertad de expresión sólo los puede corregir más y más libertad de expresión, porque más importante que la calidad del periodismo es la calidad de nuestra libertad para pensar y opinar; sin esta libertad, el periodismo no es nada.

Hace una semana todas las personas que nos preocupamos por la libertad de expresión y por el desarrollo del periodismo, descubrimos que un artículo de opinión publicado en El Faro fue removido con un pretexto que muy rara vez utiliza un medio de prensa públicamente: control de calidad. Este concepto, en efecto, debería ser invisible. Un mal artículo no debería ser publicado. Pero la semana pasada, una columna de Paolo Luers fue eliminada de forma definitiva de la edición digital después de haber sido publicada porque, según una nota editorial, se había escapado a los “filtros de calidad” de El Faro.

Esta acción podría motivar varias discusiones. La primera, sobre el artículo mismo de Luers: removerlo del periódico, ¿fue un acto editorial justificado o fue un acto de censura? La segunda pregunta es de carácter conceptual: ¿cuáles son los criterios de calidad de una columna de opinión? La tercera pregunta entra en el campo de la ética: si un artículo evade los filtros y criterios de calidad de un periódico y es publicado, ¿qué debe hacer un periódico? ¿Cuáles son las acciones constructivas que debe tomar para reparar el daño?

El 21 de mayo pasado, en su “Columna transversal”, Luers publicó un artículo de opinión titulado “Del PC y su madre KGB”. El tema: “El cuento sobre la incidencia del KGB en la guerra salvadoreña, publicado pomposamente por La Prensa Gráfica”, según Luers. Un reportaje que, añade él, vale la pena analizar porque “hizo el milagro de hacer feliz, al mismo tiempo, al PC y a ARENA”. No es mi interés principal discutir el tema de la columna, sino por qué El Faro habría considerado el texto de Luers de pobre calidad.

Para ser justos, hay que señalar primero que en ningún momento Luers cuestiona la veracidad del artículo que analiza: “Yo no pongo en duda los hechos reportados por La Prensa Gráfica. Bien pueden ser correctos. La mentira no está en los detalles, las fechas, los nombres, las cifras. Está en el contexto”. El propósito fundamental de Luers al escribir este artículo radica en criticar lo que él llama “el contexto”. Pero hay que notar que al utilizar esta palabra se refiere a dos cosas muy distintas entre sí.

El primer uso de “contexto” es el propósito inmediato de su crítica. El reportaje de La Prensa Gráfica, argumenta, se enfoca de forma tan limitada en el hallazgo de la relación entre el Partido Comunista (PC) y la agencia de inteligencia soviética (KGB), que da una imagen desproporcionada del papel del PC durante la guerra. Por lo tanto, Ricardo Valencia, el periodista que escribió la serie de reportajes para la revista Enfoques, ha cometido el error de descontextualizar el objeto de su investigación. Un resultado de esto, advierte Luers, es que el artículo se presta a la manipulación de la propaganda de izquierda para justificar la preponderancia actual del PC en el FMLN; asimismo, agrega, se presta a la manipulación de la propaganda de derecha para perpetuar la idea de que la guerra civil no tuvo raíces históricas sino que se debió a la injerencia internacional del imperio soviético.

Este es un debate interesante, sin duda, pero ¿cómo explica Luers que esto haya sucedido? El segundo uso de “contexto”, implícito, es que la ausencia de un marco histórico o político en el reportaje de La Prensa Gráfica sobre la relación entre el PC y la KGB tiene raíces estructurales y revela fallas metodológicas, pero, sobre todo, una carencia de capacidad personal: “Si uno no tiene la capacidad de complementar, contrarrestar, contextualizar la información cebo, es pecado tragársela. Es fatal. Es veneno. Es trampa”. Por consiguiente, la crítica de fondo de Luers se centra en esta noción de “información cebo”. ¿Qué implica este concepto cuando se aplica como crítica en este caso en particular? Que Ricardo Valencia y La Prensa Gráfica se han dejado manipular más allá de lo permisible por el PC, puesto que se les ofreció una carnada, y contra todo precepto ético, la han seguido hasta las últimas consecuencias sin cuestionar qué está detrás de ese interés por revelar esas fuentes. El argumento de fondo de Luers es que tanto Valencia como La Prensa Gráfica, mordieron un cebo, como ingenuos pececillos, y, por lo tanto, intereses políticos fantasmas han predominado sobre los intereses de información a la que tiene derecho la ciudadanía.

Sin lugar a dudas, Luers está tocando un punto válido, porque la información cebo relacionada a un tema espectacular ofrece una de las mayores tentaciones a los periodistas. Algunas fórmulas claves para definir la competitividad en el periodismo se definen con términos como “la primicia” (lo escribí y lo publiqué antes que nadie más), “la exclusiva” (sólo yo he tenido acceso a esta información) y “la bomba” (este reportaje revela lo que nunca se ha sabido y lo cambia todo). El reportaje de Ricardo Valencia para La Prensa Gráfica sobre una relación económica y militar entre el Partido Comunista y la KGB fue una primicia, una exclusiva y una bomba. Pero, ¿fue correcto hacerlo tal y como se hizo? Luers dice que no, pero el problema de su artículo es que para hacerlo comete un “pecado” mucho mayor que el de la ausencia de contexto histórico del cual acusa a La Prensa Gráfica. Luers presume que conoce la verdad sobre cómo se realizó la investigación. Toda su argumentación se basa en la premisa de que fue el PC, y sólo el PC, quien le permitió a Valencia ir a Cuba y entrevistar a ex miembros de la KGB.

“Está bien”, escribe Luers, “que un reportero reciba del PC salvadoreño la oportunidad de ir a Cuba y entrevistar a un general del KGB retirado (porque cuesta imaginarse a un periodista de La Prensa Gráfica llegando por cuenta propia a La Habana buscando a generales retirados del KGB); está bien que reciba del PC toda la información y las pistas para reconstruir la historia de las armas recuperadas por el Vietcong y después regalados a Schafik.”.

Aunque cueste imaginar que un periodista haya logrado, en La Habana, los contactos que Valencia obtuvo con ex generales de la KGB, creo que nadie tiene el derecho a cuestionar eso, ni siquiera cómo lo hizo, porque a fin de cuentas la información y la documentación necesarias para sustentar sus hallazgos están ahí, disponibles, en su reportaje. Eso es lo que cuenta. Como periodista, si yo me viese en la necesidad de entrevistar a ex generales de la KGB, yo hablaría primero con miembros del PC, porque sería el camino más fácil para hacerlo. Cualquier periodista habría hecho eso. Ahora bien, qué ocurrió primero, ¿el cebo o el impulso investigativo? Eso sólo lo puede decir Valencia y sus editores, pero no se puede armar un argumento suponiendo que sólo hay una conclusión posible. Sin embargo, Luers construye su tesis sobre el fracaso “juvenil” de Valencia y de los editores de La Prensa Gráfica sobre la presunción de que se dejaron llevar, ingenuamente, por el “periodismo de cebo”. Por muy válido que sea un argumento general contra la “información cebo”, en este caso específico, Luers está atacando a un periodista sobre la base de una especulación.

Como periodista, yo he realizado reportajes que me han llevado a descubrimientos sorprendentes. En un caso en particular, por un reportaje que escribí y que apareció publicado en El Diario de Hoy sobre el tráfico y la trata de menores de edad, la Fiscalía General de la República investigó a la División de Fronteras de la Policía Nacional Civil para tratar de averiguar quién me había proporcionado la información que me llevó a descubrir el caso. ¿Por qué hicieron esto? Por el mismo juego de razonamiento que ahora utiliza Luers: porque les costaba creer que un periodista, por su cuenta, hubiera descubierto la información y los documentos que yo descubrí. Esto a pesar de que toda la documentación que yo utilicé como referencia era de carácter legal y, por lo tanto, sólo podría haber provenido de dos fuentes: los tribunales y la Fiscalía. Tratar de desvirtuar el trabajo de un periodista suponiendo que sólo un cebo malintencionado podría justificar el logro de una investigación conlleva peligros más grandes que restarle contexto histórico a un reportaje. Por esta razón realmente no importa cuál fue el camino que utilizó Valencia para llegar a la KGB, en este caso en particular realmente no importa. Es mucho más importante recordar que tanto una investigación periodística como un artículo de opinión necesitan estar sólidamente sustentados. El reportaje de Valencia, a pesar de sus faltas, sí está sustentado. El de Luers, no.

Curiosamente, Ricardo Ribera, en su columna de opinión “Desde la academia”, también publicó un artículo sobre el mismo tema la semana pasada, y también en El Faro, titulado “¿Periodismo o historia?”. Cómo Luers, Ribera también responde a un artículo de Héctor Silva Jr., y ambos responden a la pretensión manifestada por Silva de que La Prensa Gráfica podría estar llenando los vacíos de la historia de la guerra con sus reportajes. No creo que nadie crea esto. Nunca es buena política que un medio de comunicación se eche flores a sí mismo. Ribera tiene palabras tan fuertes como las de Luers. Refiriéndose a la opinión de Silva escribe: “Una superficial preparación académica probablemente explica que caiga en el desatino de plantear que el periodismo sea ‘una fuente alternativa de narración histórica’. El país necesita de buen periodismo y de buena investigación histórica. Son dos cosas distintas”.

Al plantear la diferencia entre el periodismo y la investigación histórica, Ribera toca la misma preocupación que toca Luers, la ausencia de contexto, pero lo hace con un sentido filosófico y por eso se convierte en una opinión más sólida. Sin tener que probar nada, sin tener que sustentar su opinión, Ribera simplemente se preocupa por expandir los límites del diálogo, incitándonos a preocuparnos por el más amplio contexto de la guerra para entender mejor nuestro pasado: “El historiador académico, ya de entrada, va a plantear las cosas desde otra perspectiva: no se enfocará exclusivamente en la injerencia soviética, sino más bien su tema será el papel de ambas superpotencias, en el marco de guerra fría que se vivía, en el conflicto nacional. Por otra parte, no hay que pecar de ingenuos. ¿Acaso estará preparando La Prensa Gráfica una investigación periodística similar sobre el rol de Estados Unidos en la guerra civil? ¿Por qué no investigar sobre la injerencia de militares argentinos o de la inteligencia israelí? ¿Un especial sobre las actividades del terrorista cubano Posada Carriles mientras era asesor del gobierno de Duarte? ¿Qué tal sobre el apoyo de la extrema derecha guatemalteca a los futuros fundadores de ARENA? Mientras ese diario no impulse algún reportaje sobre temas como los que señalo o similares, su investigación periodística no dejará de oler a campaña electoral y a intereses políticos partidaristas. Cosa que no desdice de su calidad profesional. Ni de la inocencia de sus empleados. Pero sí de quienes les dan empleo y deciden los temas”.

A fin de cuentas, estas palabras de Ribera, que ponen el dedo sobre la llaga, son más efectivas que las de Luers. ¿Tiene razón El Faro a decir que su artículo no pasa “filtros de calidad”? Me temo que sí. Y sin embargo, me duele que una vez publicado lo hayan eliminado, por la sencilla razón de que el mal ya estaba hecho. Además, el artículo de Ribera nos decía que la preocupación de Luers es compartida por otros intelectuales. Cuando un periódico comete un error y publica algo que no debió haber publicado, porque contenía alguna falla periodística, debe hacer dos cosas. Primero, reconocer su error, tal y como lo hizo El Faro. Y segundo, abrir el debate. En lugar de eliminar la columna de Luers, un acto que creó un morbo innecesario en el ámbito periodístico, El Faro debió abrir sus páginas a la opinión de Valencia, a la de Silva y a la de todos los interesados. Los errores de la libertad de expresión sólo los puede corregir más y más libertad de expresión, porque más importante que la calidad del periodismo es la calidad de nuestra libertad para pensar y opinar; sin esta libertad, el periodismo no es nada.


Ávalos, Jorge. Calidad de periodismo y calidad de libertad, El Faro, 28 de mayo de 2007.

En defensa de Horacio Castellanos Moya

Respuesta a la publicación El “caso” Castellanos Moya de David Hernández

A través de su periodismo combativo, de su pionera labor como editor y de sus polémicos libros, Castellanos Moya ha puesto sobre la mesa de discusión temas antes intocables para la sociedad salvadoreña: la inmoralidad en el seno de la izquierda, la identidad nacional construida sobre la base de símbolos frívolos, las raíces socioeconómicas o históricas de la violencia, y mucho más. La innegable popularidad de novelas como El asco ha permitido discusiones abiertas, perseverantes y, finalmente, provechosas, sobre preocupaciones y obsesiones nacionales que, como descubrimos más tarde, atañen a toda la región por las experiencias compartidas de guerras y posguerras.

Jorge Ávalos


San Salvador, Viernes, 13 de Agosto de 2004

Señor Peter Ripken
Sociedad para el Fomento de la Literatura
de África, Asia y Latinoamérica
Francfort, Alemania

Estimado Señor Ripken:

He tomado la iniciativa de responder a una carta escrita por el señor David Hernández, que ha sido masivamente difundida en El Salvador y que, bajo el título «El ‘caso’ Castellanos Moya» fue formalmente publicada en el semanario El Faro (elfaro.net) la semana del 2 al 8 de agosto pasado. Aunque el señor Hernández asegura que su carta es una petición para que se «revise» la aceptación de Castellanos Moya al programa Ciudad Refugio, es evidente para mí, y quiero demostrar esto con mi respuesta, que su propósito es otro. El título mismo de la carta del señor Hernández delata su intención: fabricar un caso, un proceso público, contra Castellanos Moya.

«Me siento», escribe el señor Hernández, «con la obligación ética de hacer este pronunciamiento público ante una mentira tan grande, mediante la cual el ciudadano hondureño Castellanos Moya se ha burlado de la buena voluntad de sus anfitriones alemanes, a quienes va dirigida en primera instancia esta carta». La ejecución de una obligación ética es siempre acompañada de un proceder ético. Pero la carta del señor Hernández está mucho más cerca de un linchamiento verbal. A continuación yo enumero y respondo a 10 acusaciones distintas que él hace contra el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya.

Es claro que el punto de partida de la carta, su resorte argumental, es la opinión de que la aplicación de Castellanos Moya al programa Ciudad Refugio carece de méritos. Quiero, por lo tanto, ofrecer una prueba destacada y contundente de que esto es falso y que Castellanos Moya sí tiene razón en buscar albergue y apoyo fuera de las fronteras de El Salvador para realizar su labor creativa.

Ofrezco como única prueba la carta escrita por el señor David Hernández, que menciono al inicio de mi carta y a la que respondo a continuación. Obviamente, la carta del señor Hernández fue escrita recientemente, pero este documento cristaliza, como ninguno, la voluntad de violento rechazo que Castellanos Moya y su obra literaria padecen en El Salvador, a pesar de, o quizás debido al creciente prestigio internacional que ha generado en la crítica especializada y entre escritores prominentes a escala internacional.

En un entorno globalizado, donde la rapidez de la difusión informativa genera reportajes vertiginosos, la noticia de que Castellanos Moya había sido aceptado en el programa Ciudad Refugio en Francfort causó revuelo y provocó fuertes reacciones en los niveles más altos del periodismo y la política salvadoreña. El eje principal de las reacciones negativas, que especulaban a partir de información confusa e incierta, fue la larga carta escrita por el señor Hernández, pues esta contenía los principales ataques que luego se esgrimieron contra Castellanos Moya.

La carta del señor Hernández, tal y como lo demuestro a continuación, es una porosa masa de calumnias sin estructura lógica, diseñada para agredir y menoscabar la reputación de Castellanos Moya. Nótese que en la sección «2. Los hechos concretos» la carta del señor Hernández no ofrece ningún hecho concreto. Nótese que después de la petición que el señor Hernández hace «a los anfitriones de la ciudad de Francfort del Meno a que revisen el ‘caso’ Moya», se mueve rápidamente a la sección «4. Conclusión del ‘caso Moya’». Obviamente, sin haber realizado una verdadera investigación del «caso», sin hechos concretos y sin pruebas de ningún tipo, el señor Hernández no puede presumir de tener la autoridad para pasar juicio sobre la persona de Castellanos Moya ni sobre el programa Ciudad Refugio en Francfort.

Necesito, entonces, realizar un detallado ejercicio lógico y responder, una por una, a las acusaciones injuriosas e injustas del señor Hernández. Pido disculpas, de antemano, por escribir una respuesta tan larga pero, a mi manera de ver, necesaria.

1.

De acuerdo al señor Hernández, para aplicar al programa Ciudad Refugio Castellanos Moya ha recurrido a «trucos» que «bien pueden ser fantasías de él o de su madre, o de sus amigos» y que considera «nada comprobables». «Sus argumentaciones», alega, «se basan en afirmaciones bastante dudosas», incluyendo amenazas de muerte que su madre recibió por teléfono o «un correo electrónico anónimo, no digno de credibilidad, y que los mismos protagonistas pueden haber hecho circular».

Estas no son pruebas de que Castellanos Moya ha mentido, son especulaciones infundadas. Sobre qué base verificable puede el señor Hernández cuestionar estos argumentos, no lo sé. Lo que sí es claro es que si el señor Hernández tenía duda alguna sobre cualquiera de las explicaciones que Castellanos Moya utilizó para fundamentar su aplicación al programa Ciudad Refugio, su carta debió haber terminado aquí, con este cuestionamiento básico del contenido de la aplicación de Castellanos Moya. El paso siguiente habría sido solicitar más información al respecto. Pero esto no es lo que hizo.

2.

El señor Hernández asegura que Castellanos Moya «ha manipulado a sus amigos para que mientan en su provecho personal». Y esta aseveración lleva a una acusación mucho más seria: «Incluso sus amigos se ofrecían para montarle una farsa de atentado». Si esto último fuera cierto, es decir, si un grupo de amigos hizo una propuesta semejante, esta no tiene ninguna relevancia en este caso por dos razones: a) porque Castellanos Moya no puede ser hecho responsable de lo que sus amigos piensen, digan o hagan; y b) porque nunca se montó ninguna «farsa de atentado», porque nunca ocurrió algo semejante que merezca consideración alguna. No se puede acusar a una persona de haber incitado una acción que nunca ocurrió.

Por lo tanto, debemos considerar seriamente que el propósito del señor Hernández al hacer esta acusación no es lógico sino maquiavélico: relativizar cualquier apoyo que Castellanos Moya pueda recibir en su defensa. Si sus amigos también son farsantes, no hay nada que ellos puedan decir por él. Esta es una falacia sólo sustentada por otra falacia.

Por si fuera necesario decirlo, hago la siguiente aclaración: Castellanos Moya y yo no somos amigos. Aparte de intercambios casuales de correspondencia, no he tenido nunca un diálogo con él. Una sola vez hemos coincidido en el mismo país y el único encuentro que tuve con él en esa ocasión duró 10 minutos.

3.

Una de las imputaciones más sorprendentes hechas por el señor Hernández es esta: «no puedo más que condenar este hecho que linda con el parasitismo social a un nivel de lumpen proletariado». Esta es la misma acusación —exactamente la misma— que el gobierno soviético hizo contra el poeta Joseph Brodsky en febrero de 1964 para justificar su arresto y condena a cinco años de trabajo forzado. Dado que el lenguaje de esta afirmación sólo puede encontrar eco en el sector más retrógrado de la intelectualidad de izquierda, el señor Hernández reintroduce después la misma afirmación con un lenguaje que busca eco en un sector conservador: «Se trata de un gandul que ha hecho de la manipulación y la mentira su ‘modus vivendi’». Esta es la descripción de un gangster o de un rufián de poca monta, no de un intelectual, y está tan lejos de la verdad que se trata de una calumnia descarada. La carrera literaria de Castellanos Moya, que se inicia en su adolescencia, es una de las más productivas e infatigables que yo conozco. El mejor testimonio de que Castellanos Moya no es un «parásito» ni un «gandul» es su notable productividad periodística y literaria.

4.

La acusación más seria del señor Hernández es también la más negligente. «de paso ha quitado la oportunidad a un verdadero escritor perseguido para que venga en su lugar». En declaraciones hechas a La Prensa Gráfica de El Salvador (LPG), él mismo se encarga de explicar la verdadera implicación de lo que dice: «este hecho es antiético porque le quita el puesto a algún escritor que pueda estar en peligro de muerte» (LPG, julio 28, 2004).

La gravísima insinuación de que Castellanos Moya es potencialmente culpable de la muerte de un escritor en peligro es tan insensata que por sí misma merece una investigación por parte del Parlamento Internacional de Escritores (PIE), y quien merece ser investigado no es Castellanos Moya sino el señor Hernández. Evidentemente, el señor Hernández no puede ofrecer pruebas de que esto haya ocurrido ni puede anticipar objetivamente que esto habrá de ocurrir. Pero demos un paso atrás y conjeturemos, por razones argumentativas, que esto es cierto.

Supongamos que por razones financieras, cuando el programa Ciudad Refugio acepta a un escritor se niega el puesto a otro; por lo tanto, al momento de evaluar a un escritor, el programa debe considerar el grado de necesidad o de peligro del escritor. A partir de este razonamiento tenemos que considerar dos cosas con respecto al caso específico que ocupa nuestra atención.

Primero, el programa aceptó a Castellanos Moya dos años después de su aplicación; evidentemente, ni Castellanos Moya ni la Red de Ciudad Refugio vieron que su caso merecía acción inmediata, y su aplicación fue aceptada por el PIE sobre otras bases, no sobre la consideración de peligro inminente.

Segundo, cuando Castellanos Moya aplicó al programa Ciudad Refugio por mediación del francés Phillipe Olle-Laprune, en México, lo hizo con transparencia, utilizando el mismo argumento que empleó públicamente al abandonar su país de origen. El PIE encontró validez en la aplicación de Castellanos Moya. Cabe recordar que son ellos y sólo ellos quienes tienen el poder y el criterio para aceptarlo o rechazarlo. Por lo tanto, si se diera el caso extraordinario de que un escritor, rechazado del programa porque se aceptó a Castellanos Moya en su lugar, fuese asesinado, la culpa no sería de Castellanos Moya. Tampoco sería culpa del PIE, aunque en ese caso extremo sus miembros deberían evaluar su propio proceso de decisión para garantizar así la eficacia del programa.

Esto es algo, señor Ripken, en lo que claramente estamos de acuerdo. Por una nota periodística supe que usted, como anfitrión de Castellanos Moya en Francfort, hizo la declaración siguiente: “Es totalmente irresponsable de parte del señor David Hernández hablar en tales términos. Decir que Castellanos Moya está tomando el lugar de otros escritores (en peligro) es incorrecto y está lejos de la verdad” (LPG, julio 31, 2004).

5.

El señor Hernández cree que la beca otorgada a Castellanos Moya por el programa Ciudad Refugio «está poniendo en entredicho todo el proceso de democratización, sobre todo a nivel cultural, que se ha iniciado en un ambiente de consenso social en El Salvador, luego de la firma de los Acuerdos de Paz de 1992».

¿Es el proceso de democratización en El Salvador tan frágil que las acciones de un escritor son suficientes para ponerlo «en entredicho»?

En realidad, lo opuesto es la verdad. El señor Hernández está acusando a Castellanos Moya de perturbar un proceso al que Castellanos Moya ha contribuido tanto como cualquiera y, en el ámbito literario, quizás más que nadie. A través de su periodismo combativo, de su pionera labor como editor y de sus polémicos libros, Castellanos Moya ha puesto sobre la mesa de discusión temas antes intocables para la sociedad salvadoreña: la inmoralidad en el seno de la izquierda, la identidad nacional construida sobre la base de símbolos frívolos, las raíces socioeconómicas o históricas de la violencia, y mucho más. La innegable popularidad de novelas como El asco ha permitido discusiones abiertas, perseverantes y, finalmente, provechosas, sobre preocupaciones y obsesiones nacionales que, como descubrimos más tarde, atañen a toda la región por las experiencias compartidas de guerras y posguerras.

Por otro lado, es necesario recordar que el señor Hernández se equivoca en otro punto. En El Salvador se vive actualmente un período de polarización política y violencia social. No existe «un ambiente de consenso social», excepto aquel que Castellanos Moya ha sabido hurgar con su palabra: el consenso alrededor de lo que es más despreciable acerca de nuestra realidad, el consenso acerca de lo que es necesario cambiar absolutamente. Porque esto es, sin duda, lo que nuestros políticos tratan de hacer o deshacer como pueden: cambiar las condiciones de violencia, atraso y pobreza del país para crear prosperidad y forjar futuro. Si no fuera así, no necesitaríamos de los políticos. Hay que admirar, por lo tanto, la tenacidad de Castellanos Moya para hablar mal de su país: en El Salvador encuentra su centro de acción creativa, su imaginario vital, su pasión más duradera. Su función intelectual contra El Salvador no es, por lo tanto, distinta a la que Thomas Bernhard ha realizado contra Suiza o Juan Goytisolo contra España. A propósito de éste último, Mario Vargas Llosa ha escrito: «Hay que desconfiar de los novelistas que hablan bien de su país: el patriotismo, virtud fecunda para militares y funcionarios, suele ser pobre literariamente. La literatura en general y la novela en particular, son expresión de descontento: el servicio social que prestan consiste en recordar a los hombres que el mundo siempre estará mal hecho, que la vida siempre deberá cambiar».

6.

El señor Hernández escribe: «Que ahora Castellanos Moya, blandiendo el fantasma de ese pasado que El Salvador ya superó, diga que es perseguido político y que está amenazado a muerte, es algo muy triste en primer lugar y de una catadura moral bastante deleznable, pues pone sus egoístas intereses personales oportunistas, para lograr un estipendio mediante la mentira y la farsa».

Todo escritor que aplica y acepta una beca o un subsidio, tal y como el señor Hernández lo hizo hace casi veinte años cuando llegó a Alemania («estipendiado» como él mismo explica) está tomando una oportunidad para llenar sus «egoístas intereses personales». Ese es el propósito de las becas, para eso son creadas, para impulsar las carreras de individuos con fuertes motivaciones personales. No se requiere «catadura moral» para ello, sólo autoestima, mérito y tenacidad.

El interrogante moral, en este caso en particular, es el siguiente: Para lograr la realización de sus intereses personales, para conseguir esa beca, ¿ha recurrido Castellanos Moya a «la mentira y la farsa»? En otras palabras, ¿carece de mérito su petición? Este es un punto muerto, un punto que no es necesario debatir, por dos sencillas razones aclaradas en los medios de prensa: a) Castellanos Moya no ha pedido asilo político: nunca ha manifestado que «es perseguido político» del estado o que está «amenazado a muerte» como consecuencia de esa supuesta persecución política; y b) lo que se le ha otorgado a Castellanos Moya es una beca de escritor, porque el PIE considera que él, tal y como lo explicó usted, señor Ripken, «es un escritor experimentado que se integrará a la vida cultural y literaria de la ciudad» (LPG, julio 29, 2004). Esta declaración es, por cierto, muy similar a la reacción previa de Manlio Argueta, quien conoce muy bien el mundo internacional de las becas para escritores: «Es importante el apoyo que se le da en Alemania. Estará en un centro cultural mundial (la ciudad de Francfort), donde tendrá acceso a bibliotecas para investigación y el tiempo necesario para dedicarse por completo a su obra» (LPG, julio 28, 2004).

¿Se puede decir, entonces, que Castellanos Moya «está falseando la verdad y, aprovechándose de la buena voluntad de los anfitriones alemanes, los ha engañado con su ‘viejo truquito’ de escritor perseguido y amenazado a muerte»? Por supuesto que no. Por lo visto, quien está esgrimiendo una mentira no es Castellanos Moya sino el señor Hernández. Este último debe, por lo tanto, facilitar pruebas si lo que dice es verdad.

7.

Ninguna otra línea de pensamiento del señor Hernández genera más extrañeza que ésta: «Castellanos Moya alega que su ‘persecusión’ se debe a las obras que él ha escrito. Esto es una falsedad más, ya que en El Salvador se están publicando libros más atrevidos y de mejor calidad que las supuestas ‘obras malditas’ de Moya, sin que a los autores el actual régimen los persiga a muerte, los encarcele o los exilie».

Si el propósito principal del programa Ciudad Refugio fuese únicamente proteger la vida del escritor amenazado, tal y como el señor Hernández asegura, ¿qué importancia tiene la calidad de la obra? ¿Cuál sería la «catadura moral» del programa si su misión fuese proteger sólo a los escritores que «están publicando libros más atrevidos y de mejor calidad»? ¿Es acaso un objetivo del programa que los peores escritores mueran? ¿Es su propósito último ejercer una forma letal de crítica literaria?

¿Cuál es el criterio mínimo que salvaría a un escritor de la muerte? ¿Su buena ortografía? ¿Su capacidad para la experimentación? ¿La riqueza de su vocabulario? ¿La profundidad sicológica de sus personajes?

Esta declaración del señor Hernández es meramente hipócrita. Ningún régimen, ningún sector violento, ningún grupo de poder persigue a un escritor sobre la base de criterios literarios.

8.

La noticia de que Castellanos Moya había «obtenido asilo por persecución» (LPG, julio 28, 2004), generó reacciones inmediatas de la comunidad intelectual, de José Roberto Dutriz, Director de La Prensa Gráfica y vicepresidente regional de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), y del Presidente de la República de El Salvador, Elías Antonio Saca. La principal discordancia fue entre la noticia de «asilo por persecución» y la «realidad del país», como lo manifestó con claridad el presidente Saca.

Para ser justos, la primera noticia fue confusa, apresurada y carente de investigación: las declaraciones de Castellanos Moya, de Holger Ehling, portavoz de La Feria del Libro en Francfort, y de Peter Ripken, de la Sociedad para la Promoción de la Literatura de África, Asia y América Latina en Alemania, llegaron poco a poco. Pero sí es muy claro que las principales reacciones negativas no se dieron a partir de la noticia, sino a partir de las elaboradas declaraciones y denuncias del señor Hernández, que comenzaron a circular de inmediato, tanto por los medios estables de prensa como por vías informales del internet.

«Por este medio», escribió en la larga carta que motivó esta respuesta, «solicito a los anfitriones de la ciudad de Francfort del Meno a que revisen el ‘caso’ Moya. Creo que merece toda la seriedad del caso, ya que se trata de implicar a todo un conglomerado, la República de El Salvador, en una burda mentira que no se sostiene». El señor Hernández empuja la noción de que este caso en particular representa un peligro para los intereses diplomáticos y económicos de El Salvador: «Este aspecto tan sensible, que puede afectar a todo un país, debe ser tratado de forma responsable por los anfitriones germanos, ya que tiene repercusiones directas en la política internacional y la ayuda para el desarrollo».

Este es el quid del argumento del señor Hernández: la beca recibida por Castellanos Moya no sólo es inmerecida, pone en peligro el futuro de El Salvador, estigmatizando a los ojos de la comunidad internacional su reputación como nación democrática. En consecuencia, el hijo pródigo de El Salvador no merece premios en su nombre; sus obras literarias constituyen una forma de traición a la integridad patria: a su nombre, a su literatura, a su «ambiente de despertar democrático».

Nunca antes había leído yo un ataque contra un escritor tan absurdo e irresponsable como este. Es increíble también que este ataque haya sido calculado, ideado y fraguado por otro escritor. Si Castellanos Moya, por sí solo, tuviese el poder de manchar la reputación internacional de El Salvador, al punto de poner en riesgo la ayuda para su desarrollo económico, seis millones de salvadoreños seríamos inmediatamente elegibles para pedir asilo político en Alemania. Perseguidos por un poder más grande que el estado, el ejército, la empresa privada y los medios de prensa, huiríamos en desbandada. Y Castellanos Moya tendría un país para sí mismo.

9.

«Me siento con la obligación ética», escribe el señor Hernández, «de hacer este pronunciamiento público ante una mentira tan grande, mediante la cual el ciudadano hondureño Castellanos Moya se ha burlado de la buena voluntad de sus anfitriones alemanes».

Un elemento nuevo aparece en este párrafo: Castellanos Moya ha dejado de ser un escritor salvadoreño y se ha convertido en «ciudadano hondureño». Para un alemán los centroamericanos somos esencialmente iguales, y no podría reconocer el regionalismo xenófobo al cual apela el señor Hernández al utilizar ese gentilicio. Su utilización en este contexto es equivalente al uso de un calificativo racista en un contexto europeo. Es por eso que vincula su uso a su latente desestimación de los alemanes, contenida hasta el final de la carta: «Lamentablemente la burda maniobra mediante la cual el ciudadano hondureño Castellanos Moya ha manipulado a los anfitriones alemanes deja una lección. Se trata de que los criterios para escoger a los candidatos a ser refugiados de las ciudades santuarios, sean más serios, y no producto de las simpatías subjetivas o del accionismo ‘xenófilo’ que, en última instancia es igual a ‘xenófobo’».

Ahora resulta que el apoyo de los alemanes a Castellanos Moya es otra forma de racismo: una «simpatía subjetiva», la atracción a su novedoso exotismo.

10.

En el transcurso de su carta, el señor Hernández afirma, citando un reporte del PEN Club International, que en El Salvador sólo «figuran como perseguidos por haber denunciado un caso de corrupción de una transnacional en el país, tres periodistas salvadoreños, entre ellos Napoleón Altamirano y Laffite Fernández, que por cierto son periodistas de derecha. Pero de Castellanos Moya no hay señas». Esto no prueba absolutamente nada. Altamirano y Fernández son miembros poderosos de la prensa escrita que denunciaron valientemente un caso de corrupción. En relación con este caso, el reporte del PEN Club no utiliza nunca la palabra «persecution». El hostigamiento contra Altamirano y Fernández es de carácter legal, y ha sido ampliamente ventilado por los medios de prensa.

Sin embargo, esta alusión casual a la derecha es muy significativa, porque tal y como la carta del señor Hernández lo indica, la izquierda ahora constituye parte del status quo político. Y el hecho más importante que el señor Hernández omite en su carta es que los ataques más antiguos y persistentes contra la obra de Castellanos Moya provienen de la izquierda, de personas que confunden la literatura con la vida, la ficción con la verdad, y para quienes es insoportable la representación tan fiel, la verdad tan grotesca, que las obras de Castellanos Moya han hecho de ciertos sectores sociales de El Salvador, incluyendo la izquierda salvadoreña.

* * *

La carta del señor Hernández es la prueba más reciente y contundente del tipo de vejaciones, difamaciones y calumnias que Castellanos Moya ha tenido que soportar desde la publicación de su novela La Diáspora. Esa carta también demuestra por qué El Salvador es un territorio socialmente inhóspito para la estadía actual y permanente de Castellanos Moya. La actual propensión en los medios por aceptar, sin vacilación alguna, una perorata tan falaz como la escrita por el señor Hernández es lamentable y peligrosa, sobre todo porque su impacto en la opinión pública fue inmediato y estuvo a punto de precipitar un escándalo nacional. Ciertamente, Castellanos Moya no encontrará un espacio conducente a la creatividad literaria mientras sea asediado por un continuo torrente de declaraciones injuriosas capaces de incidir en la opinión pública, como las contenidas en la carta del señor Hernández.

En nombre de la justicia y la razón, creo que es necesario, señor Ripken, que tres cosas sucedan lo más pronto posible:

  1. El programa Ciudad Refugio de Francfort debe difundir un comunicado oficial para informar y explicar la naturaleza real de la estadía de Horacio Castellanos Moya en esa ciudad.
  2. Es necesario saber si la carta del señor Hernández está escrita, tal y como él lo afirma, con «el aval de los miembros de la Iniciativa de Hannover para Escritores perseguidos».
  3. Finalmente, si el segundo punto es cierto, valdría la pena saber, de forma oficial, y por mediación suya, si la Iniciativa de Hannover para Escritores Perseguidos conoce los términos en que la carta del señor Hernández fue escrita y si ellos comprenden y avalan las declaraciones reales contenidas en esa carta.

Pido también, formalmente, que la carta del señor Hernández titulada «El ‘caso’ Castellanos Moya» sea aceptada por el programa Ciudad Refugio de Francfort como una prueba contundente que legitima, más allá de ninguna duda, tanto la aplicación de Horacio Castellanos Moya como su aceptación por el Parlamento Internacional de Escritores.

Les ofrezco mis mayores respetos.

Atentamente,


Jorge Ávalos

[Originalmente publicada en El Faro, cita bibliográfica pendiente]