Historia de un amor

Carta a mis colegas periodistas informando de mi renuncia como colaborador de La Prensa Gráfica.


San Salvador, miércoles 21 de Julio, 2004


De: Jorge Ávalos
A: Mis amigos y colegas


Necesito informarles que he dejado de colaborar para La Prensa Gráfica. El sábado 17 de julio, debió aparecer en la sección cultural una columna mía titulada «Angelitos». La columna no apareció porque fue censurada. Hacía referencia a una exposición homónima en Photo Café que estará allí hasta el 9 de agosto. La exposición, que contiene fotos históricas de hace un siglo, fue preparada y curada por el Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica (CIRMA), una institución guatemalteca. La Prensa me paga por mis artículos no por mis ideas, sin embargo las comparto generosamente y hay muchas actividades y eventos que han sido cubiertos por otros periodistas para la sección cultural o para la Revista Dominical a partir de mis propuestas. Nunca he tenido ningún interés personal al hacer estas cosas; simple y sencillamente creí que era valioso que el lector tuviera acceso a esa información. No hice nada fuera de lo común cuando la semana del 5 de julio, propuse un especial, más gráfico que textual sobre esta colección de fotografías de CIRMA.

La exposición, que abrió el viernes 9 de julio, no fue cubierta ni como noticia cultural ni como especial en La Prensa Gráfica. La razón, y esto es algo que La Prensa no podría negar, tiene que ver con el contenido de las fotos: los «Angelitos» en cuestión son niños muertos. Las fotografías parten de una tradición europea llamada «memento mori» que fue asumida por las comunidades centroamericanas y enriquecida con el imaginario católico e indígena. A diferencia de la fotografía mortuoria europea, en la centroamericana los familiares despliegan una imaginación barroca al decorar a sus muertos con puestas en escena que incluyen estatuas de ángeles y cochecitos decorados con exquisita fantasía. Son fotografías realmente muy hermosas. Y al leer la información histórica que sustenta esta exposición llegamos a comprender algo que ahora nos parece casi inaudito: los familiares trataban así a sus hijos muertos y guardaban la memoria de sus niños de esta manera porque en su profunda religiosidad católica creían que la vida era sagrada: sus angelitos, que iban directo al cielo, habían sido una gracia compasiva aunque fugaz de Dios.

De allí mi profunda amargura cuando los lectores de La Prensa no fueron informados de forma sustancial sobre esta exposición. Así que escribí una columna explicando la razón de mi decepción. Usé palabras muy fuertes: hablé de «censura» y de «doble moral». No lo lamento porque así soy yo y así escribo. Mis cuarenta columnas anteriores contienen el mismo tipo de lenguaje, el mismo tipo de ironía, el mismo tipo de síntesis expositiva y el mismo tipo de argumentación dialéctica. Tampoco era la primera vez que escribía con palabras muy fuertes sobre un tema que me preocupa. La diferencia en este caso es que el editor de la «sección blanda» del periódico (cultura, sociales y deportes) se sintió aludido y la censuró bajo el brillante argumento de que en La Prensa Gráfica no hay censura. También escribió un memorando en el que argumentaba que yo no era nadie para dar «lecciones de periodismo», que a mí sólo me pagaban «para escribir crítica» y sugirió que si yo tenía intereses personales en Photo Café entonces debía «buscar otro foro». La implicación de este último punto es que yo tengo un conflicto de intereses económicos en relación con ese centro cultural. En el ámbito periodístico esa es una acusación muy seria. Dado que es absolutamente falsa, constituye un acto de difamación.

El memorando y el rechazo de mi columna ocurrieron el viernes 16 de julio. Ese día recibí una llamada de la coordinadora de la sección cultural informándome que yo tenía dos opciones: a) escribir otra columna con un tema completamente distinto; o b) incorporar el punto de vista del editor a mi columna de opinión, la cual aparece claramente identificada con mi nombre y mi fotografía. Yo rechacé ambas opciones y hablé con el editor para discutir todo esto. «¿Por qué», le pregunté, «no publicás mi columna y respondés a ella? Tenés el poder, los recursos y el espacio para hacerlo». Él no aceptó ninguna propuesta que implicaba publicar esa columna y, por lo tanto, mi respuesta final fue: «Entonces no habrá columna mañana». Pero no tenía por qué haberlo dicho. Antes de hablar conmigo, él ya lo había decidido y así me lo expresó. Por un lado, el editor no parecía saber que en las páginas de La Prensa Gráfica, que refleja con suficiente fidelidad lo que está ocurriendo en la sociedad, se publican rutinariamente fotografías de estudiantes asesinados (recuerdo cinco sólo en las primeras dos semanas de julio). Por otro lado, tampoco parece comprender que los silencios de la cobertura de un periódico en ocasiones dicen tanto como lo que se publica, y entre lo que se publica y lo que es silenciado se crea un nuevo discurso. Intencional o no, ese discurso llega al lector. El editor rechazó mi columna porque contiene un incómodo grano de verdad. Lo que comprendí, a partir de nuestra conversación, es que los dos hechos centrales que sostienen mi argumento no son rebatibles precisamente porque son hechos, y como ya sucedieron también son, por lo tanto, innegables. Eso significa que mi columna, sean mis conclusiones correctas o no, sí logran revelar esa contradicción de propósitos que a veces llamamos «doble moral».

El silencio periodístico que rodeó la exposición «Angelitos» contrasta muy drásticamente con el hecho de que durante el último año La Prensa Gráfica ha publicado en las noticias nacionales numerosas imágenes de niños muertos, principalmente estudiantes balaceados o apuñalados, descansando solitariamente sobre lunas de sangre o rodeados de familiares angustiados por el dolor. Algunas de estas fotografías han aparecido, incluso, en la portada, precisamente porque la violencia se ha convertido en algo tan cotidiano. En una edición reciente de La Prensa, aparece la imagen de un fotógrafo que posicionó su cámara directamente sobre la ventanilla del ataúd, para que tuviéramos una visión clara de una joven mujer cuyo rostro estaba hinchado por golpes y laceraciones. ¿En qué me ayuda a mí, cómo lector, este tipo de amarillismo? Y sin embargo, no es eso lo que cuestiono porque La Prensa tiene el derecho (y para algunos, la responsabilidad) de publicar esas imágenes. Lo que yo cuestionaba en mi última columna, la que fue censurada, es el silencio de La Prensa alrededor de esa otra manera de ver la muerte que no es sino otra manera de comprender el valor de la vida. Discúlpenme los ateos por reconocer el hecho de que las fotografías en la exposición «Angelitos» representan un paradigma infundido con la espiritualidad y los valores de la fe católica. Discúlpenme aquellos que creen que tratar la condición humana en su dimensión cultural y subjetiva no tiene lugar en un periódico. Yo sí creo que la vida es sagrada y creo que al no hablar de «Angelitos» hemos perdido una oportunidad preciosa y única para hacerlo porque nos habría permitido cuestionar también esas otras fotografías que vemos cotidianamente en los periódicos matutinos y la actitud que representan, una actitud que nada dice acerca del valor de la vida.

Al hablar con ese editor de La Prensa y al escuchar sus argumentos a favor de la censura de una columna de opinión comprendí que un pacto, hasta entonces inviolado, se rompía en mi relación de dos años como colaborador. Y comprendí que esta situación de excesivo celo y control editorial hacia mi trabajo se repetiría una y otra y otra vez. Así que necesito ser muy claro: no renuncio a mi labor como colaborador porque censuraron una columna. Que nadie se haga ilusiones; la censura a veces sucede: es una realidad del periodismo que pasa oculta bajo el proceso diario de la selección y diseño de la pauta. Pero generalmente, en condiciones normales, es como una fiebre ocasional y no acarrea malas consecuencias. Además, eso mueve al escritor a un constante juego estilístico, pues siempre hay maneras de ironizar o de aludir implícitamente lo que no se puede exteriorizar. En una columna titulada «Letras» me burlé del concurso literario Letras Nuevas que La Prensa anunció con bomba y platillo, y con un pomposo nivel de cobertura que ningún premio Nóbel ha recibido; decenas de correos me indicaron que los lectores habían comprendido un mensaje que yo creí era demasiado críptico. Y en una columna titulada «El Gigante» me burlé del servilismo verbal de los medios que llamaron «guerra» a la invasión militar de Irak. Cualquier niño que busque la palabra en un diccionario sabría que eso no fue una guerra. Nombrar las cosas con precisión es la primera lección de redacción de prosa que yo aprendí. No es algo tan obvio como parece; en el periodismo es crucial reconocer las distinciones: de allí que los medios se mantengan firmes en llamar actos violentos a los actos violentos en las calles de San Salvador, aunque algunos insistan en llamar a eso «libertad de expresión».

En mi actividad como escritor necesito ser honesto conmigo mismo y llamar las cosas por lo que son. El precio de una columna no compra la integridad de un escritor, al menos no compra la mía. Este incidente de censura fue demasiado perturbador para mí porque fue acompañado de una calumnia y de una vana demostración de poder cuando lo único que se necesitaba era la apertura a un diálogo. Un columnista es un intelectual que debería tener la libertad para hacer cuestionamientos profundos y provocativos; y esa libertad debería extenderse para cuestionar el medio que gestiona su voz, si el proceder del medio amenaza con condicionar o relativizar la validez misma de la libertad de expresión. Sé que hay personas que piensan que mi labor en La Prensa era importante. A ellos, tanto como para los que no piensan así, quiero decir esto: cuando se cierra una puerta a un diálogo necesario, hay que abrir otra, y cuando no se encuentra nada más que un muro de ladrillos entonces hay que abrir un boquete para entrar y hacer posible ese diálogo. Sucede que cuando llegué por primera vez a La Prensa Gráfica no conocía a nadie. Llegué con un portafolio de mi periodismo y mi fotografía bajo el brazo, y con un entusiasmo rebosante de ideas. Así me abrí camino: con los méritos de mi trabajo. Para mí fue una parte importante de mi relación de amor con las artes, una forma imaginativa de aplicar mis estudios y una actitud ante la vida que se basa en este supuesto personal: cuando las artes alcanzan un alto grado de belleza es porque el artista ha encontrado el camino de su verdad, de la verdad. Siempre me interesó saber cómo el artista había encontrado ese camino, porque esa es la historia humana detrás de las artes. Ese es el hilo conductor de todos mis artículos.

En una columna del 6 de marzo de este año hablé de cómo la crítica teatral debía estar cimentada en una práctica ética: «Un crítico no es un juez, es un testigo», escribí. «Por esto, su conciencia ética le exige que cada juicio de valor esté sostenido por un ejemplo concreto y que cada conclusión emerja, inevitable, del discernimiento honesto de la obra en cuestión. El texto crítico es la piedra de toque de un diálogo que le permite al espectador sacar sus propias conclusiones». Durante dos años fui un testigo privilegiado del desarrollo de las artes en El Salvador y no me arrepiento en lo más mínimo. Tampoco me arrepiento de dejar la actividad periodística y crítica a un lado porque mi actividad central ha sido siempre la creación de mi propia obra artística. Si mi contribución a través de La Prensa Gráfica ha terminado, eso es circunstancial. El diálogo de los artistas con los medios, sin embargo, debe ser ahora más fuerte que nunca. Los artistas tienen no sólo el derecho sino la responsabilidad de exigir que las artes sean tratadas con inteligencia y con ética y —¿por qué no?— también con amor.

Un abrazo,


Jorge Ávalos