Los cuatro grandes regalos
También hay una versión en línea: Los cuatro grandes regalos.
Taller de dramaturgia por Jorge Ávalos
Publicado por Jorge Ávalos en Noticias el sábado, 20 de noviembre de 2010
del 25 al 29 de octubre de 2010
[ de 8:30 a.m. a 12:30 p.m. ]
Taller
Dramaturgia de la Acción escénica
a cargo de Jorge Avalos.
objetivo
proporcionar las herramientas técnicas para crear personajes, situaciones y conflictos dramáticos con el fin de integrarlos en obras escritas específicamente para el teatro.
Jorge Ávalos
es poeta, narrador, dramaturgo y crítico de las artes escénicas. En los últimos diez años siete de sus obras de teatro han sido llevadas con éxito a la escena por los directores salvadoreños más talentosos y reconocidos. En el 2004 recibió el Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán por su libro de cuentos La ciudad del deseo.
Entre sus obras más conocidas se encuentran La canción de nuestros días, un innovador monólogo a tres voces sobre la vida de tres hermanas al inicio de la guerra civil en El Salvador; Ángel de la Guarda, un monodrama en el que una sola actriz interpreta varios personajes incluyendo a un ángel y a una niña víctima de incesto; La balada de Jimmy Rosa, drama satírico en clave policial sobre el tráfico de personas por el que recibió el Primer Premio de Teatro Ovación en el 2009. También produjo, adaptó y dirigió para la escena una versión de El Asco de Horacio Castellanos Moya y actualmente trabaja en una adaptación al español de la obra Les Belles-Soeurs de Michel Tremblay, que será puesta en escena en el Teatro Luis Poma en la temporada 2011.
dirigido a
tanto dramaturgos de trayectoria como a escritores que quieren iniciarse en la dramaturgia o actores que deseen ahondar en la construcción del personaje.
Para participar en el taller no se necesita experiencia previa en dramaturgia.
Indispensable inscripción previa enviando currículo y carta de motivación a más tardar el 20 de octubre a: apublico@ccespanasv.org
Literatura en la Sala Nacional de Exposiciones
Publicado por Jorge Ávalos en Noticias el martes, 20 de julio de 2010
El giro dado a la sala nacional ha favorecido la llegada de un público nuevo: el que asiste a las presentaciones de libros, recitales de poesía y conferencias que se llevan a cabo dentro del marco de las exposiciones y en alianza con entidades culturales, como el Foro de Escritores de El Salvador. Intelectuales como Jorge Ávalos, Roberto Laínez y Jacinta Escudos han impartido talleres literarios. Así, el público no sólo tiene la oportunidad de acercarse a las invaluables piezas de las artes visuales, sino también amplía su espectro artístico, ya que puede conocer a los escritores que se presentan en el recinto.
Ahí han leído sus obras literarias el español Antonio Porpetta, el turco Adnan Ozer, el carismático escritor ruso Yevgeny Yevtushenko, el argentino Jorge Boccanera y los nacionales como Rafael Mendoza y sus hijos Rafael y Metzi Xuch, quienes presentaron el poemario Este mal de familia. La poeta Dora Guerra también, quien después de más de 50 años de residir en Francia y ya de nuevo en El Salvador, sostuvo una amena charla con el investigador Carlos Cañas Dinarte, dio un recital y conversó con jóvenes poetas y público en general.
María Cristina Orantes
Directora de la Sala Nacional de Exposiciones Salarrué
San Salvador, 20 de julio de 2010
Para leer el artículo completo: Sala Nacional de Exposiciones, Secretaría Nacional de Cultura
Talleres de escritura: técnicas, intercambio y creación
» Los facilitadores de estos seminarios aseguran que los imparten para brindar herramientas y no para “hacer” escritores
Gabriela Mendoza
Nadie puede aprender a ser escritor por medio de un taller. Sin embargo, un taller sí puede abrir una puerta a nuestro potencial creativo, al potencial que ya está en nosotros, y puede mostrar opciones para canalizar el talento o la necesidad apremiante para la expresión personal.”Jorge Ávalos
Cuando un aspirante a escritor siente la necesidad de asistir a un curso de instrucción literaria lo primero que buscará es un taller de escritura que podrá encontrar en universidades, casas de la cultura o centros culturales, pero ¿son útiles estos talleres? ¿podrán guiarlo para que pueda estructurar una narración, un poema?
Según el escritor Jorge Ávalos, quien ha sido facilitador en estos seminarios, nadie puede aprender el oficio de escritor por medio de un taller, lo que estos sí hacen es “abrir las puertas a nuestro potencial creativo y demostrar opciones para canalizar el talento o la necesidad para la expresión personal”.
De la misma opinión es el poeta Roberto Laínez, quien en febrero comenzará dos talleres de escritura en el Palacio Tecleño de la Cultura y las Artes. Según él, los talleres no forman escritores, simplemente dan las herramientas que incluyen técnicas como la construcción de personajes, manejos de tiempo y espacio, entre otros elementos.
Conocimiento
Los escritores, entrevistados vía correo electrónico, coinciden en definir a un taller de escritura como un intercambio de experiencias que permite “conocer la vida a través de la palabra”, tal como afirmó Alondra Umanzor, una poeta que comenzó a asistir a estas reuniones a sus 16 años y ahora, a sus 24, coordina talleres financiados por Oxfam América en el marco de la prevención de la violencia los fines de semana.
“El año pasado estuvimos en Ahuachapán, Santa Tecla y San Marcos impartiendo clases para jóvenes”, mencionó Umanzor.
Por otra parte, Claudia Blanco, estudiante de psicología, es parte de los talleres literarios de la Universidad Tecnológica impartidos por la escritora Silvia Elena Regalado. La experiencia, asegura, ha sido enriquecedora y estimulante, además puede compartir sus escritos con los demás.
Para el escritor Manlio Argueta, la importancia de que se impartan estos talleres en el país es vital, además propone que dentro del sistema educativo se descubran talentos para becarlos en escuelas o talleres de escritura.
Mendoza, Gabriela. Talleres de escritura: técnicas, intercambio y creación, El Diario de Hoy, San Salvador, miércoles 27 de enero de 2010.
La entrevista completa a Jorge Ávalos realizada por Gabriela Mendoza para este artículo está aquí: Un taller sí puede abrir una puerta a nuestro potencial creativo.
Entrevista a Jorge Ávalos
Publicado por Jorge Ávalos en Entrevistas
“Un taller sí puede abrir una puerta a nuestro potencial creativo”
Gabriela Mendoza
Usted dijo que el tipo de taller que impartía era diferente a los demás, ¿qué tiene de diferente?
Nadie puede aprender a ser escritor por medio de un taller. Sin embargo, un taller sí puede abrir una puerta a nuestro potencial creativo, al potencial que ya está en nosotros, y puede mostrar opciones para canalizar el talento o la necesidad apremiante para la expresión personal. Los contenidos, la metodología y el diseño de mis talleres obedecen a esta convicción.
¿Qué temáticas incluye en los talleres que brinda?
Cada sesión de un taller debe estar estructurada alrededor de un objetivo de enseñanza. Los contenidos corresponden a estos objetivos. Yo me concentro en tres metas claramente definidas: la primera es desarrollar las habilidades de percepción de los estudiantes; la segunda es trabajar la memoria como fuente inagotable de inspiración; y la tercera es ejercitar la voluntad y el hábito de trabajo, que requiere dedicación y pasión constante.
¿Incluye alguna metodología para sus alumnos?
Sí. Mis estudiantes dedican un tercio del tiempo haciendo actividades prácticas para ejercitar la percepción sensorial; otro tercio, en ejercicios de memoria y de imaginación; y otro tercio en ejercicios de escritura.
Por lo general, ¿cuánto tiempo duran los talleres?
Yo prefiero una estructura de una sesión a la semana durante dos meses. Un taller debe ofrecer espacio para que el escritor trabaje por su cuenta y también debe tener un límite para que el escritor se gradúe de esa etapa y ponga a prueba lo que ha aprendido.
¿Qué se espera de los alumnos, que escriban algo grande, que publiquen?
No. Un taller es un período de proceso que permite la experimentación y la libertad. No es necesario que un participante escriba algo "grande". Lo más importante que un taller le ofrece al participante es la oportunidad para asumir la voluntad de crear por medio de la palabra. Para llegar a eso, el instructor tendrá que brindar nuevas herramientas y el participante deberá descubrir y utilizar sus propias habilidades y talento. Aun así, no niego el poder de la publicación. Los resultados de mi último taller de narrativa, organizado por el Foro de Escritores, fueron publicados, y tanto los participantes como yo nos sentimos muy orgullosos de los logros, tan evidentes.
¿Es importante que se impartan talleres de literatura en el país?
Sí, en la medida en que estén bien diseñados y con el interés del participante en mente.
¿Se considera detractor o partidario de los talleres?
Soy partidario de motivar la imaginación y la creación por cualquier medio, pero me opongo a las siguientes deformaciones de un taller, y las cuales he visto en El Salvador: primero, un taller no debe ser permanente, porque esto crea un sentido de dependencia en el taller por parte del participante; segundo, un taller no debe convertirse en una capilla para el escritor que lo imparte, porque esto atrofia el talento individial del participante; por último, un taller debe ser un espacio de confianza en el que no se viole la distancia saludable que debe existir entre la persona que imparte el taller y la persona que lo recibe. Este último punto es un imperativo ético que está a la raíz de cómo funciona un taller: los participantes son vulnerables porque comparten sus historias personales, nos abren sus corazones y exponen sus emociones. Por lo tanto, violar ese vínculo de mutua confianza es siempre un abuso de poder.
¿Recomendaría a los jóvenes que quieren empezar una "carrera" como escritores que se acerquen a los talleres literarios para formarse como tales?
Algunos de los participantes en mis talleres, que sentían que no podían escribir, son ahora escritores de oficio, algunos de ellos periodistas. Esto sucedió porque encontraron la confianza en sí mismos para confirmar una vocación que ya estaba latente. Así que sí es posible usar un taller para explorar la posibilidad de una carrera como escritor, como comunicador o como periodista.
¿Cuál es el papel del director del taller y cuál el del alumno?
Un taller es un proceso participativo. El instructor del taller es ante todo un facilitador que dirige al alumno a través de un proceso de auto aprendizaje. Mi filosofía es que el escritor se hace a sí mismo. No puede ser de otra manera porque escribir es una tarea muy solitaria y necesitamos aprender a gozar de esa soledad creativa.
Puede mencionar algunas experiencias enriquecedoras cuando ha impartido los talleres, algún caso en especial.
Yo tengo un ejercicio que llamo "del ángel", que funciona como una frontera: a menudo se convierte en la primera vez en que el participante escucha su propia voz. Casi siempre, más de alguno se pone a llorar al leer los resultados de ese ejercicio. Ese momento siempre es emocionante y enriquecedor para todos.
¿Algún resultado de sus talleres lo ha sorprendido?
Sí. Hay gente que desborda talento y uno no puede más que maravillarse. También he descubierto que hay escritores ya publicados, principalmente hombres, que sufren una crisis del ego cuando nadie los elogia en los talleres, es un fenómeno muy extraño que desaparece cuando aprenden a superar estímulos externos y se enfocan en sus propias fuerzas internas.
¿Qué debería esperar un alumno al terminar su taller de escritura?
Encontrar su propia voz.
Esta entrevista de fondo fue realizada por Gabriela Mendoza para sustentar el artículo Talleres de escritura: técnicas, intercambio y creación, publicado en El Diario de Hoy el miércoles 27 de enero de 2010.
El amor a las palabras
Publicado por Jorge Ávalos en Ensayo el lunes, 25 de enero de 2010
Jorge Ávalos
1
Cuando yo tenía trece años de edad, mi obsesión por escribir me llevó a desarrollar compulsiones maniáticas en un esfuerzo por parecer un escritor. A imitación de Proust, y para horror de mi madre, dejé de abrir las ventanas de mi cuarto y me encerraba toda la tarde para leer, escribir y dibujar. Las paredes de mi cuarto estaban decoradas con mis dibujos a tinta de los escritores que admiraba. No tenía escritorio; me arrodillaba sobre una pequeña alfombra y utilizaba mi cama como una mesa, una costumbre que conservo hasta este día.
Cuando leí que Balzac caminaba con un bastón decorado con piedras preciosas, me hice la idea de que también yo debía tener uno. A falta de dinero le compré un ridículo paraguas negro a un vendedor ambulante. No era un bastón decorado con piedras, pero tenía una esmeralda de fantasía que lo abría automáticamente cuando se oprimía.
¿Mi mayor esfuerzo literario de ese período? Mis memorias. Un gesto insignificante me liberó poco a poco de esas manías: el hermano de mi madre me dio una copia de la llave de mi casa. Era un voto de confianza en mi madurez. Su único consejo: que usara bien esa llave, que no abusara de mi nueva libertad para salir y venir de casa. Mis primeras excursiones fueron bastante tímidas: los jardines de la Basílica de Guadalupe, donde me sentaba a leer bajo la sombra de los árboles, el Teatro Presidente, donde se presentaba la Orquesta Sinfónica, y algunas tiendas de libros. Un día de tantos, intrigado por mi interés en la literatura, mi padre mencionó al escritor Hugo Lindo.
La librería Altamar era muy pequeña. Estaba instalada en el garaje de una casa localizada en los alrededores de la plaza El Salvador del Mundo. Los libros estaban alineados contra la pared. Al centro de la librería había un escritorio y allí, alto, delgado, con el pelo blanco, y con anteojos que daban a su mirada una terrible intensidad, se sentaba el doctor Hugo Lindo. Entré sin decir una palabra. Él apenas se percató de mi presencia; se concentraba en leer un libro.
Después de una hora de circular su escritorio mirándolo de reojo, el doctor Lindo asentó de golpe sobre su escritorio el libro que leía, enfocó sobre mí sus ojos proyectados por los lentes y dijo: “¿Ha venido a buscar libros o ha venido a mirarme a mí?”
“A buscar libros”, contesté.
“¿Y que está buscando?”
“No tengo mucho dinero”, confesé.
“¿Cuánto tiene?”
“Cinco colones.”
El doctor Lindo se puso de pie, caminó alrededor de la librera situada a espaldas de su escritorio y extrajo un libro de bolsillo con una cubierta tan simple que me pareció vulgar. Lo compré y me marché.
Esa noche leí, embriagado por las palabras, los rubái-yáts de Omar Khayam incluidos en esa edición. Apenas podía creer que un poema de cuatro líneas podía contener tanta verdad y pasión. Khayam escribió cientos de ellos. Ese libro iluminó mis primeros pasos en la escritura de la poesía. Abandoné todos mis esfuerzos por escribir mis torpes y mal nutridas versiones inspiradas en las palabras de otros escritores. Abandoné los motivos conscientes y comencé a escribir en función de la claridad, de la concisión y del descubrimiento personal. Dejé a un lado mis falsas pretensiones y algunas de mis manías (no todas, admito) y comencé a desarrollar un ímpetu nuevo por la escritura. Mi relación con los libros también cambió. El acto de leer dejó de ser un escape de la realidad y se convirtió en un pasaje constante y transformador hacia mi verdad. Dejé de buscar y comencé a encontrar.
2
Durante dos o tres años continué visitando al doctor Lindo en su librería. Mi relación con él nunca fue más allá de la recomendación y transacción de libros, pero esas recomendaciones me llevaron a explorar campos que de otra manera nunca habría explorado: la historia, la filosofía, el arte. La lectura de libros dejó de ser un canon inmutable y se convirtió para mí en un ramaje respirante de infinitas posibilidades.
Cierto día, explorando los libros viejos de mi padre, descubrí un volumen de poesía del guatemalteco Manuel José Arce y Valladares. Era el libro Los Argonautas vuelven, del que sólo recuerdo dos versos memorables:
La página titular contenía una dedicación personal del autor al doctor Lindo, a quien llamaba “poeta suicida” y “auto-difunto”. Mi padre obtuvo el libro en Chile, en la embajada salvadoreña, años después de que el doctor Lindo había vivido en ese país cumpliendo funciones diplomáticas. Yo pensé que era correcto devolver ese libro a su verdadero dueño. Esa tarde visité al doctor Lindo en su librería y le entregué el libro sin decir una palabra. Él lo examinó con sorpresa, leyó la dedicación y, trémulo de emoción, me dijo: “Tome un libro, cualquier libro, no tiene que pagar”. Dejó su escritorio y desapareció por la puerta del fondo de la librería. Unos minutos después, a través de la misma puerta, apareció un joven de 32 años, barbado, delgado y muy blanco. Él sugirió que tomara el más reciente libro de Jorge Luis Borges, El Libro de Arena. Yo no sabía entonces quién era Ricardo Lindo, hijo del doctor Lindo y un autor con méritos propios, pero en el transcurso de ese año -1980- nos hicimos amigos.
Mi amistad con Ricardo no se desarrolló sólo porque él era escritor, sino a partir de mi descubrimiento de la clase de escritor que él era. Después de todo, a pesar de mis escasos 15 años, yo conocía a toda una generación de escritores jóvenes. En ese entonces yo era la viva sombra de Mario Noel Rodríguez. Con él visitaba librerías, “cafetines” y teatros. Con él navegué el mundo cultural de ese período y, gracias a él o con él, conocí a Roberto Franco, a Jaime Suárez Quemain, a Carlos Santos, a Roberto Salomón, a Álvaro Menén Desleal y muchos otros.
En una nota introductoria a mi poesía, publicada en la revista literaria de la Universidad Nacional, LetraViva, en 1987, Ricardo recordó una de mis más curiosas manías de 1980: mi tendencia a compensar mi juventud con la solemnidad verbal. “Jorge afirmaba”, escribió él, “que en el fondo tenía 2000 años. Sus amigos, en broma, querían celebrar su cumpleaños 2001”. No es fácil ser un poeta maldito a tan temprana edad sin incurrir en lo ridículo, sobre todo en un país cuya cultura no tolera pretensiones de ningún tipo. Ricardo, sin estar del todo conciente de ello, me ayudó a sobrepasar esa prueba de fuego.
Una noche, después de atender una obra de teatro, él y yo fuimos al Café Don Pedro a conversar. A solas, tuvimos la oportunidad de discutir sus obras y el proceso mismo de escribir. Yo abrí mi corazón en esa conversación tratando de desentrañar por qué escribía, por qué la poesía era tan importante para mí como el aire que respiraba. No lo sabía entonces, pero necesitaba un voto de confianza, una llave perdurable que me abriera una puerta a la libertad de escribir. Esa noche, Ricardo me obsequió el acceso a una llave mágica, una llave indestructible que aparece en mis manos cuando la necesito. “No importa”, me dijo, “por qué razón comenzamos a escribir, lo que importa es por qué nos quedamos a escribir. Yo escribo por amor a las palabras”.
3
De entre todos los escritores que conocí en ese difícil y extraño tiempo de caos histórico y terror cotidiano, me impresionó que Ricardo no estuviera, ni en lo más mínimo, preocupado de su reputación. No practicaba la arrogancia o la falsa modestia. No andaba a la caza de premios. No predicaba posturas estéticas o discriminaba sobre la base de credenciales políticas. Tampoco se entregaba a los debates intelectuales con la misma pasión con que se entregaba a compartir hallazgos. En lugar de demarcar un territorio intelectual, él se dedicó a enriquecer el reino literario de todos, compartiendo sus conocimientos, sus libros y promoviendo la obra de los demás.
Cuando me marché de El Salvador en Julio de 1984, recién cumplidos los veinte años, dejé en sus manos unos cuantos poemas escritos entre mis 16 y 19 años. A él nunca le importó mi edad; eso nunca fue para él un factor de peso al evaluar mi poesía. Pero pronto descubrió que no sería fácil publicar mi poesía por ese motivo. De hecho, durante una de esas reuniones en el pequeño “palomar” donde vivía, y en la que estaba presente José Roberto Cea, el “Pichón”, Ricardo afirmó que mi poesía y la de Carlos Santos representaba lo mejor que se escribía en El Salvador en ese tiempo. Esto sucedió en enero de 1984. Yo tenía 19 años. Esa tarde yo leí un poema que comienza con los versos: “Fui sujeto a la soledad como un loco, / en un sitio de varias, simultáneas paredes blancas”.
Mientras Ricardo celebró el poema por su estructura y sus imágenes, el Pichón lo criticó negativamente por las mismas razones. Por tres años, Ricardo trató de publicar el poema sin suerte hasta que en 1987, apareció en la revista de la Universidad Nacional LetraViva, en una nueva sección llamada “De jilote”, en donde se publicaría, en palabras del Pichón, “la poesía de poetas en formación, como el maíz cuando está en jilote”. La manera condicional en que mi poema fue publicado provocó una reacción de ira de Ricardo, quien me escribió una carta criticando el ambiente de “gazmoñería” de El Salvador, y disculpándose por lo sucedido. Pero desde entonces él nunca dejó de abrir espacios para mi poesía: en Taller de Letras, en Ars y en otras publicaciones.
A finales de 1988, llegó a manos de Ricardo un poema mío en el que yo incluía una consigna anti imperialista. Me escribió de inmediato una fuerte carta reprochándome. “Este no es el tiempo de los cantos épicos”, escribió. “Espera y verás”. La carta estaba acompañada de las pruebas de galera del último libro de Jaime Suárez Quemain, el poeta y periodista asesinado en mayo de 1980. Una frase de Ricardo consignaba el manuscrito: “Víctima de la guerra”. No respondí a su carta. No sabía qué decirle. En enero de 1989, recibí otra carta suya acompañada por una acuarela. Era un texto memorable por su brevedad: “Espero que te hayan llegado los papeles que te mandé, y que no hayas tomado a mal recriminaciones que te hice, realmente, con cariño”.
La noche que leí esas palabras tuve un extraño sueño: soñé que una pareja me visitaba durante la noche, mientras dormía. Ambos tenían cabeza y alas de pájaro. El sueño tenía el color de la sangre coagulada. Un par de años después descubrí esa imagen en un libro: era una pintura del español José Gutiérrez Solana. Recordé entonces el sueño y recordé la última conversación que tuve con Ricardo antes de partir en 1984, en la que discutimos al olvidado y maravilloso artista, quien una vez declaró: “Si yo no fuera pintor, sería un famoso criminal”.
Ricardo me había comunicado lo que sólo él pudo haberme dicho en ese tiempo de terrible incertidumbre: “Nosotros los artistas debemos hacer lo que hacemos porque somos quienes somos. Es un papel que no hemos elegido. Por razones y circunstancias que no comprendemos del todo, estamos aquí. Estamos solos en nuestra vocación, pero es una vocación pura y digna. No nos es dado cambiarla por nada”.
Ávalos, Jorge. El amor a las palabras, El Faro, 30 de junio de 2003, San Salvador.
Ilustración: Pájaros de José Gutiérrez Solana.
Tercera llamada al Premio Ovación 2010
Publicado por Jorge Ávalos en Noticias el sábado, 16 de enero de 2010
Miguel Marroquín
Con el fin de fomentar la actividad creadora mediante el apoyo a proyectos de desarrollo artístico en El Salvador, el Teatro Luis Poma Y la Fundación Luis Poma, hace un recordatorio a los artistas escénicos salvadoreños, para que participen en la convocatoria para el premio “Ovación” en su edición 2010.
Todo artista que desee participar, aún tiene la oportunidad de hacerlo ya que la fecha final para entrega de proyectos es el próximo 14 de febrero. El ganador de la edición anterior (2009) fue Jorge Ávalos con la obra de teatro La balada de Jimmy Rosa, la cual fue incluida en la segunda temporada de teatro 2009 del Teatro Luis Poma.
El Premio “Ovación” consta de cinco mil dólares, que son otorgados al ganador no en efectivo, sino en recursos y apoyo bajo concepto de gastos de producción, capacitación y difusión de la obra ganadora.
Pueden participar proyectos relacionados con cualquiera de las ramas del arte escénico: dramaturgia, actuación, producción, dirección, coreografía, escenografía, vestuario, maquillaje, fotografía o video. Serán considerados, de forma individual o colectiva, hombres y mujeres de cualquier edad, de nacionalidad salvadoreña y todos aquellos legalmente establecidos en El Salvador.
“La entrega de dicho premio nace con el fin de que los artistas nacionales puedan acceder al siguiente nivel de perfeccionamiento en su campo de elección. Además facilita el identificar el talento donde se encuentre, fomentar la actividad creadora y favorecer la promoción y la difusión de las obras”, expresó Roberto Salomón, director del Teatro Luis Poma.
Marroquín, Miguel. Teatro Poma hace los últimos llamados para el Premio Ovación 2010. La Página, enero 15 de 2010, San Salvador.